viernes, 23 de julio de 2021

Votar en un país cada vez más pobre


Por Sergio Suppo

Atribulados por urgencias tan perentorias como tener qué comer y evitar ser contagiado, la mayoría de los argentinos no pueden imaginar con qué país se encontrarán después del tiempo electoral en el que acaban de entrar.

No es irrelevante que quienes deben decidir el futuro del orden político de su sociedad no puedan ver mucho más allá de su propio drama medido en horas y como parte de un contexto igualmente pesimista.

La historia del ciclo democrático abierto en 1983 encuentra un par de antecedentes que ya son lejanos, en los que los argentinos fueron a votar aturdidos por picos muy altos de las recurrentes angustias económicas.

El 14 de mayo de 1989, un electorado sacudido por una reciente hiperinflación hija de añejos desastres económicos heredados por Raúl Alfonsín decidió cambiar y convirtió en presidente a Carlos Menem.

La elección que llevó al poder a Néstor Kirchner, el 27 de abril de 2003, ocurrió cuando el país empezaba a recuperarse de la catástrofe de finales de 2001 y puede ser tomada como otro antecedente de votantes tan insatisfechos como preocupados por su futuro y el de su país. Fue la primera elección luego del hartazgo hacia la clase dirigente resumido en el “que se vayan todos”.

Todo es pasado que se acumula bajo una cruel decadencia. Es imposible no mirar estos días como consecuencia de tantos años: la combinación de estas pesadumbres es un punto más de un largo ciclo.

La recesión de la economía retroalimentada por el encierro largo del año pasado y luego intermitente de estos meses instala el deseo de que la pesadilla se termine de una buena vez. Sin embargo, la complejidad de la pandemia y los errores para remediarla convierten un sentimiento natural en un pensamiento mágico.

Por triste que resulte, el coronavirus en sus distintas versiones no se irá definitivamente ni cuando, por fin, el Gobierno consiga todas las vacunas necesarias.

"Todos somos más pobres en un país con una inflación por encima del 50 por ciento y una moneda fulminada por la emisión sin respaldo"

Consumidores entrenados por una cultura recurrente de alta inflación no dejan, sin embargo, de sorprenderse por el alza continua de los precios al extremo de perder noción del valor de cada cosa. La única conciencia que sobrevive es la comprobación de que los ingresos familiares no alcanzan para mantener el nivel de consumo de un extremo a otro de la escala social.

Todos somos más pobres en un país con una inflación por encima del 50 por ciento y una moneda fulminada por la emisión sin respaldo. Peor, el Gobierno aplica la táctica de decir que no tiene plan económico porque su verdadera política es licuar deudas en el bolsillo de los consumidores que sobreviven con un sueldo estragado por los aumentos de precios. El relato del Gobierno dice lo contrario, pero la realidad está en la cada vez más escasa compra de productos básicos.

¿Cuánto más pobres somos? ¿Cuántos pobres más hay? La primera pregunta puede marcar un límite de paciencia con consecuencias electorales. La segunda señala el riesgo de un descontrol social que rompa los diques de reparto de ayuda y de contención política.

Los niveles de desasosiego están registrados en todos los sondeos que empiezan a medir con cada vez mayor obsesión la carrera de los candidatos hacia las urnas de septiembre y noviembre.

En el oficialismo se preguntan con toda razón hasta qué punto ese malhumor en muchos casos convertido en tristeza y depresión se puede convertir en castigo. Fue Cristina Kirchner la primera en advertir esta secuencia y en reclamar un mayor reparto entre la clientela propia. No se trata de captar nuevos territorios, sino de evitar que la tropa más fiel se disperse.

La campaña electoral del oficialismo se dirigirá más para defender los territorios ganados que para conquistar enclaves controlados por la oposición. No es necesario que ningún dirigente lo diga; salta a la vista.

La adversidad es una carga que Cristina y Alberto Fernández tratarán de descargar en la presidencia de Mauricio Macri, cuya coalición asume un proceso de transferencia de liderazgo que puede servirle para ocultar al expresidente. El intento del peronismo gobernado por el kirchnerismo no está consumado, como tampoco es un dato sin retroceso el eclipse de Macri y la llegada de Horacio Rodríguez Larreta.

Toda elección legislativa de medio término se convierte en un plebiscito de aval o rechazo al Gobierno. Endosar la situación actual a sus adversarios es, resulta obvio, una tarea tan imprescindible para el kirchnerismo como resaltar lo que considera sus logros.

En el cruce entre el ánimo descompuesto de los votantes y la habilidad de las dos coaliciones en pugna para transferir la responsabilidad de esas desgracias quedará encerrado el resultado electoral que empezó a construirse con el cierre de las listas de precandidatos a las PASO.

Una economía que no se recupera, precios que escalan hacia porcentajes más elevados y la sinuosa evolución global de nuevas versiones del Covid serán datos que difícilmente puedan ser ocultados por el maquillaje de campaña y las aventuras.

Viejos y nuevos trucos serán representados ante un país atribulado. Otra vez.

© La Nación

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