martes, 11 de mayo de 2021

Sancho Panza y Blancanieves

 Por Carlos Ares

Decir que el Quijote está repleto de momentos memorables es un lugar común, así que no voy a decirlo. Voy a comenzar recordando una escena inolvidable, cuando en la segunda parte de la novela, al Quijote y a Sancho unos lectores inescrupulosos que leyeron la primera parte deciden urdirles una pequeña broma. Se sabe que Sancho sigue a Quijote por la promesa que este le hizo de nombrarlo, llegado el momento, gobernador de una ínsula firme. 

Ese momento se materializa cuando uno de esos nobles sin escrúpulos, que sabe del deseo ferviente de Sancho de gobernar un pequeño reino, le hace entrega de unas tierras que tiene desocupadas, Barataria. Es un pasaje extraordinario por muchas razones, entre ellas, porque Sancho se vuelve protagonista absoluto, porque Cervantes plagia un momento de la vida de San Nicolás tal como es narrada en La Leyenda Dorada de Jacobo de la Vorágine (pero eso carece de importancia, en el siglo XVII plagiar era otra cosa), y porque, al igual que San Nicolás, Sancho da muestras de una inteligencia sobrehumana, casi comparable, siglos después, con la de Sherlock Holmes. Sancho se ve obligado (esa es la función de los que gobiernan) a juzgar determinados casos difíciles, y allí se convierte en un Salomón inesperado, astuto, justo y locuaz.

Luego de haber impartido justicia con tanta maestría, dando muestras de inteligencia superior, durante la cena, los comensales, todos partícipes de la gran broma, le plantean un caso intrincado y dudoso, a saber: un río divide dos terrenos y allí hay un puente, y al otro lado del puente una horca y una pequeña casilla donde cuatro jueces ejecutan la ley impuesta por el dueño del lugar, y que es la siguiente: si alguien quiere pasar debe emitir un juicio, y si ese juicio es verdadero, pasa, y si es falso es ahorcado en la horca, sin piedad. Ocurre entonces que alguien que quería atravesar el puente emitió un juicio que dice: “Voy a morir en esa horca”, con lo cual si lo dejan pasar, mintió, y si lo ejecutan, dijo la verdad. Sancho entiende la complejidad del caso, pero decide dejarlo cruzar el puente.

Las películas de Disney no están tan repletas de momentos memorables, pero sí de momentos. Eso también es un lugar común así que no voy a decirlo. Todos recuerdan el final de Blancanieves: la reina, la malvada madrastra de Blancanieves, se entera de que su hijastra todavía está viva y transformada en una vieja pordiosera convida a Blancanieves con una manzana envenenada. Ella la come y se sume en un sueño de muerte, del que únicamente se despertará si recibe el primer beso del verdadero amor. Los siete enanitos, para vengar su muerte, persiguen a la reina por el bosque, hasta que esta tropieza y cae al vacío. Blancanieves, hermosa y muerta, es metida por los enanitos en un ataúd de cristal y la dejan a la vista de todos, porque no tienen el valor para enterrarla. Un día aparece un príncipe, y al verla en el ataúd, la besa, rompiendo el encantamiento. Blancanieves despierta, se despide de los siete enanitos y se casa con el príncipe. Y la pareja vive feliz y contenta hasta la llegada de dos periodistas del San Francisco Chronicle que advirtieron que el príncipe había besado a Blancanieves sin su consentimiento, y que esas no son cosas que se deben enseñar a los niños (se sabe que Weinstein hizo lo que hizo porque de chico vio al príncipe besar a Blancanieves).

El problema es: para dar su consentimiento, Blancanieves debe despertar, y para despertar hace falta que el príncipe la bese. No funciona el café doble, el despertador o la vuvuzela. Y así fue como la historia quedó en suspenso hasta la aparición de un nuevo Sancho Panza que nos diga qué hacer.

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