lunes, 3 de mayo de 2021

Banalización por sobredosis

 Por Carmen Posadas

Ahora que, por lo que parece, nos vemos abocados a tener que convivir con la pandemia al menos hasta Navidad, me pregunto cómo sobreviviremos a esa otra insufrible pandemia que es el relato que en los medios de comunicación se hace de nuestra Era Covid. Podría hablarles de cómo cada medio arrima el ascua a su particular sardina política: el número de muertos, la saturación de las UCI, las fiestas ilegales, la apertura o no de comercios y locales de ocio, los porcentajes, las ratios… Todo tan cansino y repetitivo que antes de que el comunicador o tertuliano de turno abra la boca ya sabe uno qué va a bendecir o condenar. 

Porque lo que más abunda hoy en día es el pensamiento en pack. Dicho de otro modo, si un comunicador es de izquierdas, por ejemplo, debe defender a muerte todo lo que digan o hagan los de su cuerda, sin la más ínfima crítica. Aunque sea una arbitrariedad. O una frivolidad. O un perfecto disparate. La derecha, por su parte, suele ser más crítica con los suyos, pero, en este mundo polarizado en el que vivimos, al final parece que no queda más remedio que tomar bando.

Aun así, no era de esta latosa circunstancia de lo que quería hablarles hoy, sino de otro efecto lateral de la pandemia que me resulta pesadísimo. La sobredosis informativa. Se le atribuye falsamente a Iósif Stalin esta reflexión tan brutal como cierta: una muerte es una tragedia, un millón de muertes solo es estadística. Creo que estamos de acuerdo en que lo que estamos viviendo es un drama sin paliativos. No solo desde el punto de vista de la pérdida de vidas humanas, también en el terreno económico e incluso en nuestra escala de valores. Cuando recién comenzó la pandemia, daba la impresión de que la adversidad sacaría lo mejor de nosotros. Ahora sabemos que no y que, en muchas ocasiones, lo que ha aflorado es el egoísmo, la insolidaridad. Y, mientras todo esto tiene lugar y se alarga en el tiempo, los medios de comunicación, supuestamente para concienciarnos, nos abruman con una cada vez más abundante catarata de cifras, estadísticas, tasas, números. Y luego viene el repaso de datos en el resto del mundo. En Europa, en América, en el Lejano Oriente, en Oceanía… Yo comprendo que su obligación es informar, pero, como últimamente, estamos pendientes a todas horas de las noticias, lo que se produce es el mismo efecto que cuando informan exhaustivamente sobre una guerra en alguna parte del mundo. La primera vez que uno ve el horror que vive su gente, cadáveres por las calles, niños llorando, se le corta la digestión. A los tres o cuatro días del mismo espectáculo, la reacción más habitual es seguir tomando la sopa como si tal cosa o cambiar a La 2, a ver si ponen Saber y ganar. Y eso no quiere decir   que seamos inhumanos, inconscientes o irresponsables, sino, simplemente,  que es limitada la cantidad de realidad que un ser humano es capaz de soportar. Se trata de un puro mecanismo de defensa. Una reacción habitual, y por lo general saludable, porque no se puede vivir día y noche con el corazón en un puño. Sobre todo cuando la solución a los problemas depende de otros o, tal vez, del azar y del destino.

No quiero decir con esto que me parezca mal que se informe, al contrario. Lo que me da miedo es que con tanta machaconería repetitiva se banalice el mal. No al modo que sostenía Hannah Arendt, en el sentido de que un individuo muchas veces hace el mal no porque sea un monstruo o un perverso, sino porque se deja llevar por las reglas del sistema social al que pertenece sin reflexionar si su conducta es correcta o no. En este caso, lo que se puede banalizar es la situación que estamos viviendo y que esa obsesión por relatar segundo a segundo lo que ocurre haga que olvidemos la verdadera dimensión de este desastre. O, peor aún, que sabiéndolo nos importe un pito. Que hastiados  acabemos por decir: allá penas, solo es estadística, de modo que cada palo aguante su vela; el muerto al hoyo y el vivo, ya se sabe.

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