jueves, 15 de abril de 2021

La queja perpetua

 Por Almudena Grandes

Recuerdo la primavera pasada, cuando tantas personas afirmaban con fervor que todos saldríamos más unidos y más fuertes de la experiencia de la pandemia. Ahora que ya sabemos que eso no es cierto y, aún más, que no hemos aprendido gran cosa del sufrimiento, propio y ajeno, que hemos contemplado o padecido durante tanto tiempo, el balance es desalentador.

Un año es muy largo. Lo sé porque yo también he vivido meses encerrada entre las paredes de mi casa y me he aburrido de todo lo demás, los paseos regulados con mascarilla hasta en la playa, el miedo incontrolado incluso a respirar, la desconfianza, el hastío, la impotencia. Pero les confieso que, a estas alturas, lo que más me deprime es la queja perpetua.

Vivimos cercados por el descontento sistemático de nuestros compatriotas, una red de reivindicaciones cruzadas, irresolubles entre sí, que nos empuja a través de un embudo que hace cada vez más difícil la salida de esta crisis. Todas las protestas son comprensibles. Los hosteleros se quejan de la situación de sus negocios, de que el aforo de las terrazas no les permite sacar a sus empleados de los Erte, de que no les resulta rentable abrir mientras se mantienen los cierres y las limitaciones de ocupación en el interior. Pero entonces llega un fin de semana largo y, por ejemplo, los vecinos de los pueblos más bonitos de cada provincia, los más atractivos para el turismo interior, se quejan de que les van a invadir los domingueros, de que su tranquilidad se esfumará, de que muchos vendrán contagiados y extenderán el virus, con lo bien que estaban ellos. En ese momento no se acuerdan de los dueños de las casas rurales, de los propietarios de los restaurantes de la plaza, de las terrazas vacías entre semana. Es decir, de todos los que volverán a protestar sólo unos días más tarde. El disgusto de unos es tan comprensible como el de los otros, y no menos que la necesidad de salir de la ciudad, de cambiar de aires, de pasear por el campo, que empuja a los urbanitas hartos de estar en su casa, pero la suma de tanto descontento desemboca en una parálisis que amenaza con hacerse permanente.

He pasado la Semana Santa en Madrid, escuchando conversaciones en francés en casi cada esquina de las calles del centro. No me he quedado en casa por mi gusto. Me habría encantado irme a Cádiz, pero ni siquiera me lo planteé. ¿Entiendo a los españoles que se han ido a República Dominicana, o a México, sólo porque se podía? No los entiendo mucho, la verdad. Me parecen más comprensibles las quejas de los ciudadanos baleares y canarios que no han podido visitar, o recibir, a sus familias, mientras se cruzaban a todas horas con los alemanes que han logrado reabrir los hoteles, pero la cuestión no es esa.

Dejando a un lado Madrid, ciudad sin ley, donde la calidad de vida se ha visto reducida a la fortuna de vivir en un inmueble sin pisos turísticos susceptibles de albergar fiestas ilegales, lo que no puedo entender es que ninguna de las personas que se quejan continuamente de su suerte preste la menor atención a la que desde el principio de la pandemia ha sido la queja principal, la primordial, la más insistente, la más importante. La queja de los sanitarios a quienes nadie escucha ya mientras advierten que suben los contagios, que aumentan las hospitalizaciones, que están cerrando los quirófanos, que las Uci están cada día más saturadas. Parece que esa queja aburre, que nadie está dispuesto a escucharla, que es la única que no se entiende.

Es muy difícil apelar a la resignación a estas alturas, pero conviene recordar que la última bala de una ametralladora es tan letal como cualquiera de las anteriores. Con cuarta ola o sin ella, estamos llegando al final del camino. Y es cierto que la gestión europea de las vacunas ha sido decepcionante, que los incumplimientos de los laboratorios farmacéuticos son un escándalo, que la UE no ha estado a la altura de su propia fama, ni de las expectativas de los ciudadanos. Pero aunque a menudo invoquemos la responsabilidad individual, el respeto a las normas es sobre todo una cuestión de supervivencia. Y la supervivencia básica, la única que importa de verdad, consiste en conservar la propia vida.

Nadie debería olvidarlo.

© El País Semanal

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