lunes, 26 de abril de 2021

Estemos atentos. Y por las dudas, desconfiemos


Por Rogelio Alaniz

Sería deseable que las escuelas estén abiertas el mayor tiempo posible. Nadie ignora que vivimos momentos difíciles y que si la pandemia se agrava en algún momento habría que suspender las clases presenciales.

Por lo tanto, el debate abierto entre oficialismo y oposición no es acerca de si se deben o no dar clases (se supone que en términos abstractos todos estaríamos de acuerdo en que las clases deben dictarse) sino si se cumple con la regla de oro admitida por los países civilizados en materia de educación: las escuelas son las últimas que se cierran y las primeras que se abren.

Nada más justo y nada más claro. Sin embargo, pareciera que para algunos esta verdad no es tan evidente. Por el contrario, daría la impresión de que liberados a sus impulsos o iniciativas la consigna de los sindicatos docentes debería invertirse: las escuelas son las primeras en cerrar y las últimas en abrir. No hablan por hablar. El año pasado lo lograron. Y a juzgar por sus declaraciones, están dispuestos a lograrlo en 2021. Lo siento por los chicos y en particular por los chicos pobres. ¿Es necesario aclarar que en este verdadero estrago contra la educación la responsabilidad del Covid no es la más importante? ¿Y entonces quiénes son los responsables? Sobre esas principales responsabilidades no voy a dar nombres, porque a esos nombres todos los conocemos.

Las intrigas y conspiraciones políticas están a la orden del día. El gobierno nacional no tiene muy en claro qué hacer con el Covid, qué hacer con la educación o con la pobreza o con el estancamiento económico, pero pareciera tener muy en claro que su enemigo es el gobierno de la ciudad de Buenos Aires. En este punto sus certezas son absolutas y hay que reconocerles que además son sinceros, es decir, no disimulan sus fobias. Es raro.

Uno de los gobiernos más porteños de nuestra historia ha decidido lanzar una suerte "blitzkrieg" política contra la ciudad que alguna vez fue su ciudad. Convengamos una cosa: la calidad de vida de la ciudad de Buenos Ares es buena y en algunos puntos muy buena. No es un paraíso porque los paraísos en esta vida no existen, pero la calidad de vida es superior a la del resto del país y en particular a la del Conurbano. ¿Por qué esa diferencia? No hay una sola respuesta a este interrogante.

Las polémicas en este punto son largas y seguramente infinitas, pero lo que en nombre del sentido común digo es que lo deseable políticamente sería que las ciudades del país se parezcan a Buenos Aires y no al revés, que Buenos Aires degrade en una suerte de Conurbano. No ignoro la complejidad de estas alternativas, pero tampoco ignoro que por razones ideológicas y culturales existe en la Argentina una corriente política a la que el escenario de una Argentina transformada en un gigantesco Conurbano no le resulta antipática y en más de uno constituye su deseo profundo.

Convengamos que los voceros -o algunos voceros- del gobierno nacional no disimularon sus opiniones y sus deseos. Aníbal Fernández, fiel a su estilo, reclamó la intervención del Poder Judicial. El abogado comunista Eduardo Barcesat, para no andarse con chiquitas y honrar su condición de leninista convencido y stalinista vocacional y melancólico, exigió la intervención de la ciudad. Para no ocultar sensaciones, al fallo judicial que osó permitir el dictado de clases presencial no vacilaron en calificarlo de "repugnante" y "monstruoso".

Por su parte, y en abierta lealtad a su reconocido y refinado estilo diplomático, el señor Roberto Baradel comparó a Horacio Rodríguez Larreta con el general Videla. Y pensar que el responsable de esa sorprendente "metáfora" política es, si se quiere, la máxima autoridad educativa del país. Por su parte, Videla agradecido. Después de todo, ser comparado con dirigentes votados en la democracia, es algo así como una suerte de reparación histórica.

Las opiniones de algunos gobernadores peronistas sobre el conflicto del gobierno nacional con el gobierno de la ciudad de Buenos Aires no dejaron de ser notables y si se quiere asombrosas. Con palabras en algunos casos más prudentes que las de Baradel (no hace falta exigirse demasiado para superarlo) manifestaron su apoyo a Alberto Fernández y dieron a entender, sugirieron y en algún punto hasta se permitieron pontificar, que era por lo menos imprudente, cuando no temerario, negarse a cerrar las escuelas.

Opiniones libres, como se dice en estos tiempos, aunque en homenaje a esa libertad le preguntaría a estos gobernadores por qué están tan interesados en que Rodríguez Larreta cierre las escuelas mientras ellos en sus provincias las mantienen abiertas.

Después, está el anuncio de la vacuna argentina. Un anuncio que tiene sus matices, sus variaciones, su final abierto, pero en homenaje a la memoria histórica y, en términos menos académicos, en homenaje a mi memoria y al hecho pedestre de conocer el paño, espero y deseo que estas efusiones de orgullo nacional no se parezcan a aquellas que en 1951 anunciara por cadena nacional el Primer Trabajador, acerca de algo así como la bomba atómica argentina. ¿Se acuerdan los más veteranos del proyecto Huemul en el lago Nahuel Huapi y del científico nazi Ronald Richter?

No hubo fusión del átomo, pero hubo fusión entre un cuentero y un ególatra. Mientras tanto los vecinos se aprovisionaban con botellas de leche porque el Primer Trabajador les había prometido que la energía atómica se repartiría en botellas casa por casa. Espero, deseo, que con la vacuna argentina no nos vaya a suceder algo parecido.

En homenaje al realismo, hay que admitir que en los próximos días habrá nuevos cierres. En algunos más estrictos, en otros más localizados, pero en todos los casos retornaremos a la cuarentena. Mala suerte para nosotros. Desde ya manifiesto mi desagrado. Sé que hay que hacerlo porque el coronavirus existe, pero también que hay que hacerlo el menor tiempo posible y pagando los menores costos sociales. Pareciera que estoy diciendo lo obvio, pero en la Argentina hasta lo obvio merece interpretarse. Y lo digo porque no se me escapa que desde algunos lugares del oficialismo hay una suerte de regodeo en alentar estos cierres, en disciplinar la sociedad privándola de sus libertades esenciales. No queda otra, me responden.

Y está bien, no queda otra, pero deseo que dure lo menos posible, un deseo que es al mismo tiempo una exigencia. Ni la sociedad, ni la economía, ni cada uno de nosotros soportaría una cuarentena permanente como la que se practicó el año pasado. La diferencia entonces no está entre cuarentena sí o cuarentena no, la diferencia real es si cuarentena permanente o cuarentena excepcional.

El clima pro cuarentena alienta especulaciones acerca de la postergación de los calendarios electorales. Pareciera que hubo un acuerdo entre el oficialismo y la oposición para postergar las PASO y los comicios legislativos nacionales por un mes. Seguramente es lo que va a pasar y habrá que ver si la oposición logra que sea la única postergación y no la primera. Espero que la oposición esté atenta para que lo que debiera ser una disposición excepcional no se transforme en el inicio de una carrera en la que todas las semanas se posterguen las elecciones o incluso se decida suspenderlas.

Espero que la oposición sepa que juega con jugadores que son los dueños del naipe y que a algunos de ellos les encanta marcar las cartas o esconder un as en la manga.

No me gusta que se cambien las reglas de juego y no me gusta porque no se me escapa que más de uno no puede disimular la tentación de cambiar las reglas; y a más de uno no solo lo seduce cambiar las reglas, sino que aspira a suspenderlas sine die. Tampoco me gusta que se trivialice la política.

Las elecciones son el principio decisivo de legitimidad de la convivencia política. Si las ninguneamos estamos jugando con fuego o haciéndole el juego a los enemigos de la democracia o a los nostálgicos de un orden autocrático como el de la narcodictadura venezolana o el despotismo asiático ruso. Tampoco se debe permitir que la palabra "política" sea una mala palabra. Les guste o no a los banalizadores, al coronavirus se lo enfrenta con una sabia estrategia política. Contra lo que dice habitualmente, sostengo que la lucha contra el coronavirus debe politizarse. Defender la salud de la población, defender la vida y defender las escuelas abiertas es una causa política, una noble causa política.

© El Litoral

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