domingo, 7 de marzo de 2021

Quedarse con todo y para siempre

 Por Jorge Fernández Díaz

Entre las cuantiosas anécdotas personales que coleccionaba José Nun –ese testigo privilegiado de la historia del pensamiento político– se me permitirá refrescar acaso la más risueña y significativa. Sucedió en 1968: Pepe ya era un notable politólogo y Juan Perón lo recibió en Puerta de Hierro; para congraciarse con aquel joven profesor de una universidad norteamericana, el General supuso que debía elogiar a los Estados Unidos, encapsular sus desencuentros en la figura de Braden y relativizar todas las demás querellas. 

Sin embargo, cuando Nun comenzó a exponer sus puntos de vista, el famoso vecino de Ava Gardner se dio cuenta de que era un intelectual de izquierda y pegó un giro de 180 grados: recogió una foto dedicada de Mao, le ofreció un habano Montecristo traído de Cuba y comenzó a hablarle maravillas del socialismo. El episodio muestra la ubicuidad oportunista del caudillo y, a los ojos de sus propios simpatizantes, quizá podría disculpar en algo a Alberto Fernández, que cambia de color y discurso según la hora del día, pero en verdad el padre del Movimiento sumaba a esa sinuosidad el don de Viejo Vizcacha y una indudable pericia en la conducción política, en tanto que su actual hijo putativo carece de estas últimas cualidades y solo se esteriliza en una parodia camaleónica. Su antiguo camarada Florencio Randazzo pronunció en voz alta lo que el peronismo murmura: “Es un presidente sin poder político, con gran desvalorización de su palabra; uno puede tener posiciones diferentes, pero no se puede cambiar todos los días de opinión, eso produce un desprestigio generalizado”. Pepe Nun no podía haberlo dicho con más precisión; también habría aplaudido el diagnóstico de fondo: el kirchnerismo montó “un sistema en función de los intereses de una familia”. Porque el kirchnerismo no es un proyecto colectivo sino dinástico. Poco antes de morir a los 86 años, Pepe lo dijo con claridad: “En la Argentina no tenemos una democracia”. Erudito y ensayista brillante, discípulo de Alain Touraine, antiguo jefe de Ernesto Laclau, compañero de Fernando Henrique Cardoso, editor de Torcuato Di Tella y amigo personal de Eric Hobsbawm, Pepe fue el primer publicista de la simple aunque por ahora utópica idea de “un país normal”. Un viaje a la seguridad jurídica y a un capitalismo virtuoso y equilibrado que la colonización populista se encargó siempre de impedir. Néstor Kirchner leyó una entrevista que le hice a Nun el 30 de agosto de 2003 y más tarde trató de seducirlo, aunque lo que más le interesaba a Pepe eran las dulces palabras que Alberto derramaba en sus oídos a propósito de la próxima presidencia de Cristina: ella tenía como modelo a Alemania y venía a “institucionalizar” la república. Nun aceptó un cargo en la Secretaría de Cultura y lo vi luchar amargamente contra la burocracia y recibir los embates sordos que provenían desde el gabinete nacional. Se alejó decepcionado, comprendiendo por fin que la Pasionaria del Calafate cedía a la tentación de transformar su gobierno en un “despotismo electivo” (Thomas Jefferson dixit). Era un hombre cultísimo, elegante, y representaba tal vez el último progresismo verdadero. Oía por las noches mi programa y me escribía aportes sorprendentes y refutaciones; nos queríamos mucho. A la hora de la verdad, cuando estaba en cuestión el regreso al poder de la arquitecta egipcia bajo la doble máscara de “Cristina cansada” y “Alberto moderado”, Pepe se jugó el resto: “Esta disputa no es entre izquierdas y derechas, sino entre republicanos y autoritarios”. Los republicanos, ya se sabe, perdieron, y el despotismo electivo está en pleno proceso. No hay más que leer la proclama que la doctora lanzó desde el banquillo de los acusados y repasar sus propósitos: Cristina Kirchner no cree en la división de poderes, amparada en los votos se considera por encima de cualquier persona o límite, califica de anacrónicos los valores de contrapeso derivados de la Revolución Francesa y pretende fundar un Nuevo Orden. Conceptos que, como señala Marcelo Longobardi, la emparentan con Trump y la ponen a cinco minutos de Maduro. Un populismo que no reconoce reglas, una tiranía clientelar y plebiscitaria que a la postre intentará cargarse también el sistema electoral y la Constitución. Frente a las sorpresas de la opinión pública, ella podría alegar con razón que sus votantes sabían perfectamente lo que pensaba hacer, puesto que internet está plagado de libros, libelos, documentos y discursos filmados donde se anticipan sus objetivos. Vamos aceleradamente hacia el despotismo electivo que Nun previó. Y es por eso que suena superficial el argumento según el cual toda esta movida tiene como única meta la autoamnistía de los corruptos. Se trata de algo mucho más preocupante; copar con militantes los tribunales e imponer, con distintas violaciones institucionales, no solo la impunidad sino la instauración de un esquema de partido único. A pesar del estremecedor espectáculo ofrecido por la dama en su “cadena nacional”, no se trata de mera desesperación: quiere romper la democracia representativa.

Esta semana quedó oficializada en la Argentina una feroz escalada destituyente contra el Poder Judicial. También la aceleración de la guerra jurídica contra dirigentes de la oposición (se necesita una igualación, un escarmiento y al final un “intercambio de prisioneros”), el hostigamiento inminente contra la prensa crítica (herramienta funcional al risible verso del lawfare) y el estallido en mil pedazos de la llamada “política antigrieta”, que Balcarce 50 prometió off the record de manera aviesa o voluntarista, y que una serie de personas compraron de buena fe y por necesidad operativa o espiritual, por vocación negadora o por la sencilla razón de que constituía una forma cool de ser solapadamente oficialistas.

Una cultura del matonismo y del bullying ha desplazado ese acting consensual, ya se apoderó de todo el discurso kirchnerista y marcó su temperamento agresivo. Es una reacción verbal e instrumental, pero también física, sobre todo si se tienen en cuenta dos hechos separados por apenas seis días: la tercerización de la violencia mediante una patota sindical que golpeó y amedrentó a manifestantes en las puertas de la residencia de Olivos, y la salvaje represión del régimen “aspiracional” de Gildo Insfrán contra ciudadanos que protestaban en las calles de Formosa. Y tal vez convendría insertar en ese contexto el meneo público y privado del presunto uso de “carpetazos” contra jueces, a quienes la emperatriz de la calle Juncal compara con los militares de las viejas dictaduras. Ya forma parte de la picardía criolla y de las nuevas zonceras argentinas el cuento según el cual ella y sus bravos patriotas rentados luchan contra “el poder permanente”, cuando lo único permanente en las últimas décadas ha sido el peronismo, y también que son víctimas de los “poderes concentrados”, sarasa que reemplaza la vetusta “sinarquía internacional”. Aquí los poderes los detentan los kirchneristas, y están concentrados en quedarse con todo y para siempre. Ningún empresario, banquero, dirigente opositor, periodista, artista o mito viviente tiene la impunidad desfachatada de esa autócrata capaz de abofetear en público a la Justicia y a la libertad de prensa, y rociar de amenazas rabiosas a casi toda la sociedad con su desdén monárquico. Fue la escenificación perfecta de una déspota electiva, diría Pepe Nun, ya desde esa eternidad donde moran siempre vigentes los lúcidos.

© La Nación

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