jueves, 18 de marzo de 2021

A tu suerte

 Por Isabel Coixet

Supongo que, si me preguntan qué he sacado de mi experiencia con la COVID, la única cosa que se me ocurre es que, como en ningún momento de mi vida, me he sentido abandonada a mi suerte. Sabiendo (es un suponer, porque conocer los datos reales es una tarea imposible) que la sanidad pública está saturada, decido hacerme un test por mi cuenta cuando empiezo a tener síntomas. Doy positivo, me encierro en casa. Tengo un aparatito para medir el oxígeno. Me lo mido: normal. 

Los tres primeros días me las prometo muy felices, tengo un resfriado fuertecillo, pero nada del otro mundo. El cuarto, un malestar desconocido se apodera de mí, una migraña fortísima, que no cesa en ningún momento, fiebre continua, insomnio, dolores musculares, hipersensibilidad: me duele hasta el agua de la ducha en la piel, me duele todo. Falta total de apetito. Pierdo el olfato. Me voy midiendo el oxígeno. El oxígeno, bien. Es lo único que parece que va bien en mi cuerpo. El quinto día, escalofríos toda la noche, sudor frío, dolores abdominales. Fiebre. La migraña es insufrible. Por más paracetamol que tomo, no se me baja ni un segundo. Desesperación. Sube el malestar y aparecen náuseas que van en aumento. Las noches son de pesadilla: me mareo, intento vomitar, sólo sale bilis porque llevo cinco días sin comer. El agua me sabe rara, todo me sabe amargo, metálico. Pienso en llamar a un médico, pero, como tengo el oxígeno bien, pienso que igual tengo que aguantar un poco más, que seguro que hay gente que lo está pasando peor.

Siempre me ha dado un apuro inmenso lo de llamar a urgencias. Los imagino siempre saturados, desbordados, tengo la impresión de que me van a decir que lo que tengo no es para tanto. Nos han repetido tantas veces este último año que la COVID ataca los pulmones que cualquier cosa que no sea pulmonar parece que no es grave, que no tiene importancia. Nadie te habla de nada más, hay una especie de extraño secretismo en torno a qué pasa con los otros síntomas de la COVID: qué hacer, qué es normal y qué no. Llevamos un año con esto y lo único que yo he sacado en claro es que, si te tienen que poner un respirador, despídete de todo.

La séptima noche me despierto con un dolor inaudito en el vientre. Un dolor que corta la respiración. Un dolor que me hace pensar que esto es algo grave. Decido por fin llamar a urgencias, estoy asustada. El oxígeno, normal. El termómetro marca 33,6 y no se mueve de ahí. Cada escalofrío me hace sentir peor. Me pasan con un médico. Me dice que me tome la temperatura. Le digo que 33,6, me dice que no puede ser. Le digo que es así, le hablo del dolor. Me dice que me tome un paracetamol y que, si sigo con dolor en una hora, vuelva a llamar. Me cuelga el teléfono. Y en ese momento sé que esta es la auténtica pandemia: la sensación de estar abandonada a mi suerte, sin que a nadie de los responsables de salud pública les importe una mierda si vives o mueres. Me duermo de puro agotamiento horas después. Pero la sensación de vulnerabilidad sin paliativos sigue sin abandonarme.

© XLSemanal

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