domingo, 28 de febrero de 2021

Normalidad sin fraternidad

 Foco. Mientras las miradas están en las vacunas, la pobreza sigue sin antídoto.

Por Sergio Sinay (*)

Todavía resta por conocer el verdadero grado de inmunidad de las vacunas anti-covid-19 que circulan por el mundo. No es lo mismo eficacia que inmunidad, aunque habitualmente se confunden. La eficacia de las vacunas se verifica si generan anticuerpos. Lo hacen, porque la reacción del organismo ante la irrupción de cualquier elemento extraño, vacuna o no, es crear esos anticuerpos. Es la función del sistema inmunológico. 

La inmunidad, cuando se da, sobreviene después de un tiempo, una vez asimilado y metabolizado el invasor que porta la vacuna, con el organismo capacitado para dominarlo y no sucumbir a él.

Lo cierto es que, en tanto se concentran la atención y la esperanza en las vacunas, la pobreza sigue sin antídoto eficaz que la detenga, y, al parecer, lo mismo ocurre con la riqueza extrema. La primera es un mal en sí. La segunda se convierte en disfuncional y tóxica cuando refleja un inmoral nivel de desigualdad, inequidad e injusticia en el orden planetario. Hacia octubre de 2020 un informe del Banco Mundial advirtió que para el final del año pasado la pobreza extrema en el mundo aumentaría por primera vez en dos décadas. Entre 88 y 115 millones se sumarían a la pobreza, y el cálculo extendía la cifra a 150 millones de nuevos pobres para 2021. El Banco atribuía este brutal incremento a consecuencias del covid-19. El utópico e infundado objetivo de terminar con la pobreza mundial para 2030 quedaba así cancelado. Sin embargo, y aun sin pandemia de por medio, cabe preguntarse cómo se terminaría con la pobreza en apenas diez años, cuando su creación, desarrollo y profundización son resultado de décadas de inequidad, desigualdad e indiferencia de los gobiernos, las instituciones internacionales y las sociedades.

Por supuesto, el covid-19 no creó la pobreza y el virus (chivo expiatorio de imprevisiones y malas praxis públicas y privadas) tampoco la aumenta por su sola existencia. Su presencia es un disparador, corre el velo tejido e impuesto por la indiferencia en un tiempo de la humanidad en el que prevalece la cultura hedonista, egoísta y narcisista, en la cual el otro, el prójimo, ya sea en su versión individual o comunitaria, no existe o perturba y es obviado. Como dice el sociólogo francés François Dubet, director la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, en su libro titulado ¿Por qué preferimos la desigualdad?, no puede haber igualdad real si no existe fraternidad, es decir el sentimiento de vivir en un mismo mundo social. Algo bastante difícil en una era de grietas, de aislamientos y enclaustramientos en grupos de “nosotros” (los que pensamos idénticamente, clonados), contra “ellos” (los que opinan o eligen diferente), fragmentación que se pretende disimular bajo el dogma de la globalización. Hoy, en pleno capitalismo salvajemente financiero y estérilmente productivo, las rentas rinden más que el trabajo, advierte Dubet. Pero además el trabajo es cada vez más precarizado o inexistente (bajo formas “modernas” la esclavitud retornó al centro de la escena laboral), los rentistas, que son el 1% de la humanidad, ganan el 99% de las riquezas y quienes trabajan (el 99%), cuando consiguen hacerlo y en las condiciones que se les imponen, se reparten el 1% restante.

Para condimentar este plato indigesto agreguemos que, de acuerdo con datos de la ONG Oxfam, 52 millones de los nuevos pobres se encuentran en América Latina. Es aquí también donde se instalan ocho de los nuevos multimillonarios surgidos al compás de negocios y especulaciones vinculados a la pandemia. La revista Forbes detectó al menos cincuenta componentes de esta especie en todo el mundo, la mayoría de ellos médicos, científicos y empresarios relacionados con la industria farmacéutica (para la cual no hay virus que por bien no venga). El sitio inglés BBC Mundo News señalaba en diciembre de 2020 que “Más del 60% de los multimillonarios del mundo se hicieron más ricos en 2020 y los cinco que más se enriquecieron vieron sus fortunas combinadas crecer en US$ 310.500 millones”. La nueva normalidad sería así una versión aun más cruel de la que ya envilecía al planeta.

(*) Escritor y periodista

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