miércoles, 6 de enero de 2021

La ocasión que vio Cristina para estatizar la salud, ¿es la próxima batalla?

 Por Marcos Novaro

Cuando Cristina Kirchner incluyó la “necesidad de reformar el sistema de salud” en su última intervención pública, en La Plata, algunos no le prestaron atención pues quedaron fascinados con otra de sus ocurrencias, la invitación a ministros y secretarios de Alberto a buscarse otro trabajo, para el que puedan estar más capacitados. Pero no fue el caso de las empresas de salud ni de los sindicatos, que tomaron debida nota de su argumento sobre los costos que genera la descoordinación entre el sistema público, las prepagas y las obras sociales.

Los gremios, temiendo la reforma imaginada pudiera afectar su tajada en dichos costos, a través de las mencionadas obras sociales. Que están una vez más en la quiebra por la baja de aportes, la mala administración y la corrupción endémica. Y esperan, una vez más, que el fisco las rescate.

Las prepagas, porque seguramente recordaron que ya al comienzo de la pandemia el oficialismo amenazó con apropiarse de su infraestructura y servicios para “enfrentar coordinadamente” la emergencia sanitaria. Y saben de la codicia que despiertan en las filas del kirchnerismo los fondos que ellas manejan. Así como del rechazo ideológico que allí genera el hecho de que millones de argentinos prefieran hacer el esfuerzo de hacerse atender donde la salud es un negocio, y no donde es un “bien público” gratuito o “solidario”.

Que la cosa iba en serio, y apuntaba contra las empresas más que contra los gremios, se pudo comprobar hace unos pocos días. Cuando la supervisión cristinista de todo lo que hace el Ejecutivo dio lugar a un nuevo tropezón administrativo: la anulación por la tarde de la autorización de un aumento de las cuotas de las prepagas que se había aprobado en la mañana. No se dio ninguna explicación, tal vez porque no convenía: podría haberse apelado a un argumento antiinflacionario, pero si con él alcanzara el papelón de ir para atrás con la autorización no se hubiera producido junto con la autorización de un nuevo aumento de los combustibles, que subieron durante los últimos meses más de 25% mientras las cuotas de las prepagas no se movieron.

Con ellas mantienen una doble relación de competencia y distribución de recursos y del mercado, que es en cierta medida ventajosa para ambas partes: es cierto que pierden en sus manos muchos aportes, que los trabajadores desvían a través de distintos mecanismos hacia las prepagas; pero en general esas transferencias se hacen por medio de convenios que les aseguran a los sindicatos que alguna moneda quede por el camino (justamente esa intermediación fue un premio consuelo que Carlos Menem les otorgó en los años noventa, para que no insistieran demasiado en su oposición a la flexibilización del sistema); y, lo más importante, a cambio se liberan de atender a miles y miles de familias, lo que saben muy bien harían mucho peor que los privados, y les traería infinidad de conflictos. De los que, como funciona hoy el sistema, se escabullen: si las cuotas son altas o no alcanzan a cubrir los costos, y si los servicios son insatisfactorios o incompletos, se tienen que arreglar las empresas.

Es por esto que la dirigencia gremial no puede experimentar mayor entusiasmo con lo que se está cocinando en el Instituto Patria. No precisamente por buenos motivos, su actitud es entre conservadora y escéptica. Advierte contra el peligro de que se “ponga en riesgo lo que queda del sistema solidario”. Lo de “solidario”, se entiende, se refiere a sus propios bolsillos. Y ha dicho además que un cambio en medio de la pandemia, encima cuando parece estar por sacudirnos la segunda ola, no es para nada oportuno.

El problema es que Cristina y su gente parecen estar razonando justo al revés. No hay mejor momento que este para meter mano en el sistema de salud, quedarse con parte o todo el flujo de recursos que administran las prepagas, tomar medidas para “combatir la desigualdad de los servicios de salud”, tal vez repartiendo en los barrios del conurbano tarjetas de OSDE, Swiss Medical y Medicus durante la próxima campaña electoral, y darle de comer al espíritu “innovador”, “estatista” y “solidario” que real o imaginariamente anima a su gobierno. De paso cañazo, evitar hacerse cargo de los muy malos resultados hasta aquí conseguidos por Alberto y Ginés con su desarrapada gestión de la emergencia sanitaria: podrán decir que si se hubiera hecho antes su reforma, la situación hubiera sido mucho mejor, los muertos hubieran sido menos, etc., etc.

El paralelo con lo sucedido con las AFJPs una década atrás es útil para entender ese cálculo. Entonces, en el peor momento de la crisis financiera internacional y la baja consecuente de las cotizaciones de bonos y acciones, el gobierno kirchnerista manoteó el flujo y el stock más importante de ahorro privado que todavía existían en el país. Lo hizo con el argumento de que también en los países centrales se estaban estatizando e interviniendo bancos, fondos de pensión y compañías aseguradoras. Ignorando el hecho de que allá se tomaban medidas de ese tipo para apuntalar y salvar los mercados financieros, y aquí se lo hizo para destruirlo.

Como fuera, el progresismo y el anticapitalismo vernáculos festejaron, porque creyeron ver una corrección “moral” de la “inmoralidad” que había cometido Menem al entregar las jubilaciones a la codicia de los empresarios. Y porque calcularon que, eliminado el pago de sus comisiones, el sistema podría ser además de “más solidario” menos deficitario en el futuro. Pasaron varios años antes de que se desmintieran ambas premisas: las jubilaciones que cada beneficiario recibe se siguieron estableciendo en la mayoría de los casos en forma independiente a lo que cada uno aportó, los regímenes de privilegio se perpetuaron e incluso consolidaron (Cristina misma acaba de dar un buen ejemplo al respecto), y el sistema se volvió tan deficitario que ya no puede sostenerse y se acaba de desenganchar de la inflación para disimularlo. Ni el peronismo ni el progresismo, ni muchos radicales y adherentes a otros partidos que festejaron y acompañaron esa “reformaanticapitalista”del sistema previsional en 2008 aleccionaron. Siguen lamentablemente creyendo que hicieron bien en apoyar una iniciativa “igualadora y distributiva”. Así que no hay mayor motivo para pensar que el mismo mecanismo, con argumentos parecidos, no se pueda volver a aplicar, esta vez en la atención de la salud.

Justamente aprovechándose de que el temor provocado por la pandemia y su deficiente contención, junto a las penurias económicas por las que muchas familias justo ahora dejan de poder pagar las cuotas de sus planes de salud, les brindan al gobierno una magnífica oportunidad de identificar a un culpable bien lejos suyo, y presentarse como artífice de la salvación. Si se obligara a las empresas a reducir aún más las cuotas, o a atender familias de menores ingresos, ¿quién podría oponerse? Y quien se atreviera a hacerlo, ¿no aparecería acaso defendiendo la codicia empresaria en medio de la emergencia colectiva, y la desigualdad, por ese “reaccionario instinto clasemediero” de quienes se abrazan a sus privilegios porque odian ver que los pobres puedan acceder a ellos?

Motivos extra para avanzar, por brindar una muy conveniente oportunidad de poner a los adversarios a la defensiva, en vez de tener que estar atajándose de las críticas porque todo al gobierno le ha venido saliendo entre mal y horrible.

Con todo, hay algunas diferencias importantes entre las AFJPs en su momento y las prepagas hoy. En primer lugar, que los perjuicios de la reforma de 2008, como dijimos, se hicieron sentir recién años después, mientras que en el caso de la atención de la salud el deterioro será seguramente inmediato. En segundo lugar, que las administradoras de fondos de pensión cavaron su propia fosa: el negocio ya lo habían hecho, en adelante hubieran tenido que empezar a pagar prestaciones que iban a generarles más pérdidas y problemas que otra cosa, nunca su rentabilidad estuvo atada a los beneficios y ganancias de sus aportantes (un gravísimo error de diseño de la reforma de los noventa que nadie se atrevió a corregir), así que ni siquiera los bancos que eran sus dueños se preocuparon demasiado por su desaparición, prefirieron seguir haciendo buenos negocios con el gobierno en otros rubros más redituables en vez de enfrentarlo. Las prepagas están en una situación muy distinta: tienen en general el aval y reconocimiento de sus clientes, a veces porque hacen las cosas bien y a veces porque las alternativas son terroríficas, no es muy claro que puedan ofrecérseles negocios compensatorios, y administran una actividad que es por completo independiente, y se sostiene sin ayuda del presupuesto público, que va a ser difícil convencerlos tenga un futuro distinto a la quiebra si permiten que eso cambie.

¿Alcanzará con esto para disuadir a los cráneos del kirchnerismo? Difícil. Lo seguro es que debe haber alcanzado para que algunos de los aportantes a su campaña electoral del año pasado provenientes del sector salud se estén lamentando de haber confiado en que “volvían mejores”.

© TN 

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