lunes, 28 de diciembre de 2020

Nieblas pasadas contra la niebla presente

 Por Javier Marías

Como este año la Navidad es muy rara —no debería ni haberla, por favor—, me imagino que algunos se consolarán de esa carencia con películas evocativas de lo que solía haber y no hay. Hace poco escribí de un documental de 1927, y, hasta donde sé, han sido bastantes las personas que se han apresurado a verlo o buscarlo. El mérito no es mío, sino de la visibilidad de esta página. Por eso me animo a recomendar hoy ciertos clásicos olvidados, que tal vez procuren distracción en estas fechas de (pre)confinamiento.

Hace mucho que, para la mayoría de la gente, las películas en blanco y negro no existen, salvo Psicosis y alguna otra que “por fuerza” hay que ver. Es un error o un prejuicio estúpido, porque gran parte de las mejores fueron rodadas así, y a menudo están vivas y son mucho más inteligentes que las recientes, casi siempre triviales, o pretenciosas, o groseras, o distópicas y antipáticas, o llenas de personajes idiotas y estomagantes. Francamente, veo suficientes idiotas y antipáticos en la vida real como para malgastar mi tiempo de ocio o de estudio literario o cinematográfico con más. No voy a hablar de obras de espíritu navideño: las mejores, con la profunda ¡Qué bello es vivir! a la cabeza, son conocidas por todos. Pero veo adecuadas a estas fechas otras que no son magistrales y quizá ni siquiera muy buenas, pero que nos sumergen y envuelven durante un par de horas, qué más se puede pedir. Pertenecen a un género también desprestigiado ahora, el melodrama. Son historias muy locas con harta frecuencia, a priori difíciles de tragar o creer, y sin embargo, una vez metidos en ellas, resultan tan absorbentes como la que más. (Huelga añadir que todo esto es sólo a mi parecer.)

Aparte de El fantasma y la señora Muir, que no es melodrama pero es la que más me humedece los ojos cada vez que oso ponérmela (ya hablé de ella en un largo artículo de 1995), una de mis favoritas es Niebla en el pasado, con Ronald Colman y Greer Garson. Por si acaso, no quiero destriparla, pero no me resisto a contar una parte, sólo sea para que se compruebe lo delirante de su argumento. Colman ha vuelto amnésico de la Guerra y está en un hospital (relato de memoria, sin volverla a ver). Una noche, al oír el bullicio que celebra el final de la Guerra, se escapa y se une a la fiesta. Allí conoce a una mujer, se caen bien, se enamoran, y una vez que él recibe el alta se casan y se instalan en una casita de la campiña inglesa. Creo que él se convierte en escritor. Creo que tienen una hija, y son felices a su modesta manera. Un día, Colman viaja a Manchester a ver a un editor. Al cruzar una calle, sufre un accidente, del cual despierta con su antigua memoria recuperada y un blanco sobre cuanto hizo y le sucedió mientras estuvo amnésico. Es decir, también ha olvidado a Greer Garson, a su hija, la casa de la campiña. Como si nada de eso hubiera existido. Se reincorpora a su vida anterior: es un poderoso industrial de familia acomodada, y reanuda sus actividades previas a la Guerra. Greer Garson lo espera y lo espera angustiada, en vano. Tiene pocos medios para sobrevivir sola (la Guerra en cuestión es la de 1914-18), pero se aplica y sale adelante. De alguna manera —quizá ve una foto en un diario—, descubre quién es Colman ahora y dónde está, y solicita el puesto de secretaria en su empresa… Ya he desvelado bastante, sin duda más de la cuenta para estos tiempos quisquillosos. Pero en fin, Niebla en el pasado es de 1942, y si aún no la han visto, tengo tan escasa culpa como si no han leído Macbeth.

Su director era mediocre, Mervyn LeRoy. Y no obstante fue responsable de otra película preciosa y famosísima en su tiempo, El puente de Waterloo. Pero es demasiado triste para aconsejarla en este 2020 tan triste. Prefiero recordar (muy vagamente) otro melodrama exagerado y disparatado, El cielo y tú, con Bette Davis y Charles Boyer. La verdad es que sólo se me ha quedado el arranque, uno de los más dementes y sublimes que he visto: Davis es una maestra de la que se rumorea un terrible pasado. Para acabar con los cuchicheos de sus alumnas, suspende una clase y allí mismo procede a confesarles su historia, ¡durante las más de dos horas que dura el metraje!, y lo que les cuenta a esas niñas es una narración muy inadecuada, con truculencias, adulterios, celos, asesinatos posibles, fugas y demás. He de reconocer que hacen falta muchas agallas para empezar una película así, con tanta “incorrección política” como inverosimilitud. Ninguno de los actuales directores “transgresores”, que presumen de derribar los códigos y las convenciones, sería tan osado como el viejo ruso exiliado Anatole Litvak, director en 1940 de El cielo y tú.

Estas películas no serán obras maestras, pero son gozosas de ver hoy —y de sufrir por cuenta ajena—, por sus desvaríos argumentales a los que uno concede la duda y entonces capturan, por su atrevimiento, por lo bien hechas que están, por sus acertadas músicas, por las anticuadas pasiones que muestran, por su sentimentalismo de buena ley. Quizá más gozosas aún en esta Navidad casi abstemia y recogida, para muchos solitaria. Puede que me equivoque, pero, si las prueban, tal vez me lo agradecerán.

© El País Semanal

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