miércoles, 2 de diciembre de 2020

La mansedumbre social


Por Sergio Sinay (*)

¿Por qué motivo animales y personas permanecen pasivos, sin reacción, ante situaciones adversas, dolorosas, generadoras de intenso sufrimiento? Esta pregunta acosaba durante los años 70 a Martin Seligman, docente e investigador de la Universidad de Pennsylvania, que presidió la American Psychologist Association (Asociación Americana de Psicología), desde donde impulsó la corriente conocida como psicología positiva.

Seligman se propuso investigar aquel fenómeno, y sus conclusiones lo llevaron a plantear el Síndrome de Indefensión Aprendida (o Adquirida). Se trata de un síntoma psíquico y emocional que se presenta en quienes, sometidos reiteradamente a situaciones abusivas o agresivas, adquieren la sensación de que no hay defensa posible y se someten dócil y mansamente a la repetición del maltrato. Se puede arribar a esa posición ya sea por haber intentado defensas disfuncionales, que no surtieron efecto, o por haber recibido promesas de recompensas que, de todas maneras, no fueron tales o no se cumplieron. Seligman vio un nexo entre este Síndrome y la depresión. La Indefensión Aprendida puede ser preámbulo de la depresión o fruto de ella.

Cabe tomar el interrogante inicial y ampliarlo, aplicándolo a una sociedad. ¿Cuántas veces puede una sociedad ser engañada, maltratada por sus gobernantes, despojada de sueños y proyectos, obligada a vivir en un ámbito carente de justicia y en donde Constitución e instituciones republicanas son meras fachadas sin contenido? ¿Durante cuánto tiempo puede aceptar que derechos básicos, como la salud, la educación, la seguridad, el alimento, la justicia le sean negados o presentados como migajas asistencialistas? ¿Durante cuánto tiempo puede esa sociedad agradecer a sus maltratadores por las postergaciones y falacias a las que es sometida? ¿Cuál es el punto en el cual desiste de la dignidad y la remplaza por el conformismo? ¿En qué grado de maltrato la indefensión la lleva a admitir que cada generación viva peor que la anterior, y a resignarse a una vida vegetativa, sin aspirar a la búsqueda de un sentido existencial?

Seligman y quienes estudiaron desde entonces los aspectos del Síndrome de Indefensión Aprendida detectaron que este se establece y echa raíces en la medida en que el abuso y el maltrato se naturalizan. Entonces se asume la convicción de que “las cosas son así”, de que no van a cambiar y de que no vale la pena enfrentarlas para transformarlas. Que eso solo significaría más maltrato, más dolor, más frustración.

El filósofo, ensayista y activista social Franco “Bifo” Berardi sostiene en su vibrante ensayo titulado Futurabilidad que el cuerpo conjuntivo de las sociedades (en el que había espacios físicos concretos donde se interactuaba y se generaban valores como la solidaridad social y la empatía, impulsores a su vez de sueños y acciones colectivas) ha sido remplazado por un cuerpo conectivo. Todos tecnológicamente conectados en un enjambre virtual, a distancia, bajo una mera apariencia de comunicación que no es tal y que elimina toda acción conjunta, toda presencia real de los cuerpos y de su potencia transformadora. El desmembramiento del cuerpo conjuntivo (ahora fragmentado en lo conectivo), sumado a la precarización devastadora del trabajo, anulan la capacidad de rebelión, dice Berardi, y la reducen a simples e inoperantes ataques de ira. Espasmos sin trascendencia. Durante la presente era del capitalismo financiero no se puede concentrar la lucha por la dignidad humana enfrentando a un centro físico de dominación, porque no hay tal centro físico. El poder está en esa nube intangible llamada mercados. Allí donde la promesa incierta de una vacuna (sin pruebas científicas reales que la sustenten) genera euforia, subas en las acciones de la siempre oportunista industria farmacéutica, nuevos millonarios y patética credibilidad de los gobiernos, mientras las personas de carne y hueso (no “la gente”, esa abstracción) siguen muriendo y perdiendo trabajos y futuros.

De la civilización industrial se pasó a la civilización digital, advierte Berardi. Y en esta, aunque se hable de “pueblo”, “masas” o entelequias similares, ya no hay tal cosa. Lo que quedan son átomos dispersos. Fragmentos que, salvo esporádicos ataques de ira (que pueden vincularse a Vicentín, a jueces desplazados, a libertades abstractas e individualistas, pero nunca al hambre, la educación o cuestiones que trasciendan la coyuntura), jamás se articulan en acciones conjuntivas que signifiquen una real reacción ante el maltrato y la indignidad, o que permitan vislumbrar proyectos de convivencia colectiva que enciendan la esperanza. Cuando calma el pequeño brote vuelven la desesperanza, la mansedumbre y la indefensión. Vuelven el maltrato cotidiano, las mentiras y las promesas falsas del maltratador. En su clásico El acoso moral, la psiquiatra francesa Marie-France Irigoyen decía que, para salir del estrés, la confusión, la depresión y el miedo que provoca el maltrato (todo esto presente hoy en la sociedad) es necesario identificar al abusador, llamar a las cosas por su nombre y actuar, saliendo del lugar pasivo de la presa. Es decir, desaprendiendo la indefensión. He aquí una asignatura pendiente.

(*) Escritor y periodista

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