domingo, 1 de noviembre de 2020

Tómenle la palabra a Cristina

Por Gustavo González

Después de proponer en mi columna anterior un acercamiento institucional entre los ex presidentes argentinos (empezando por Cristina y Macri, como venían de hacer Sanguinetti y Mujica en Uruguay), quise creer por un instante que ese encuentro no era tan utópico. Es que durante la semana comenzaron a mencionarse supuestos intermediarios entre ellos, y la propia vicepresidenta sorprendió con una carta en la que, imprevistamente, llamaba al consenso.

Pero la esperanza se desvaneció a medida que consulté a esos supuestos intermediarios. Desde el cristinismo y el macrismo respondieron con argumentos similares, opinando sobre los otros lo que los otros opinan sobre ellos. Se sintetizaría así: “Nosotros no odiamos. Nosotros queremos un país en paz, son ellos los que no quieren acordar. Dicen que nosotros robamos, pero los que robaron fueron ellos y la historia mostró que cada vez que hablaron de acuerdos nos engañaron”.

Como si hiciera falta algo más para pinchar la utopía de cierta racionalidad política escenificada en un encuentro de ex presidentes, el viernes Macri la espantó como si hablara del Covid: “Cuesta entender las motivaciones de la carta de la vicepresidenta y las versiones que sostuvieron que hubo acercamientos con gente de mi entorno. Quiero negar rotundamente esa información y cualquier acercamiento”.

Así, las cosas volvieron a la normalidad argentina. Para que nadie vaya a creer que acá es posible imitar esa institucionalidad uruguaya que habla del respeto de los uruguayos por sí mismos y que es la base sobre la que construyen confianza, hacia adentro y hacia afuera del país.

No importa si es sincero el llamado a diálogo de CFK. En política, la sinceridad es menos relevante que la necesidad.

La carta. Lo que motivó a Cristina Kirchner a ceder el primer lugar de la fórmula presidencial a Alberto Fernández no fue un gesto de generoso desprendimiento. Fue su instinto básico de supervivencia política. Una demostración de que es capaz de superar con inteligencia sus eventuales odios y comprender que si no hacía lo que hizo, Macri habría triunfado y todo para ella habría sido peor.

Haberlo designado a Alberto fue aceptar que ella sola no podía regresar al poder. Entendió que solo podría conseguirlo si sumaba los votos moderados del electorado que podía seguir a Fernández y a Massa, corriéndose ella del centro de la escena.

Más allá de los odios entre Cristina y Macri, y entre esa parte de la sociedad a la que espejan tan bien, el consenso al que llamó la ex mandataria parece mostrar el mismo pragmatismo que la llevó a elegir a Alberto como compañero de fórmula. Lo escribió así: “El problema más grave del país (el sistema bimonetario) es de imposible solución sin un acuerdo que abarque al conjunto de los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales”.

La primera gran sorpresa de su carta pública fue la autocrítica de que su gobierno tampoco pudo resolverlo. Pero el dato más significativo de su texto es ese llamado al consenso para buscar una solución.

La táctica del acuerdo intersectorial nunca fue una característica de la ex presidenta. Que ahora abra esa posibilidad como la única salida indicaría que es consciente de que hay una urgencia mayor: así como el año pasado debió asociarse con políticos que tanto la habían criticado para evitar un mal mayor (la continuidad de Macri), hoy parece entender que no hay salida de la crisis sin diálogo.

En las últimas horas la pregunta del círculo rojo fue qué tan sincera es esa convocatoria. Pero en política la sinceridad es un sentimiento menos relevante que la necesidad. Hay situaciones en las que los políticos deben tomar decisiones que son contrarias a su naturaleza (ceder la presidencia o convocar a un consenso). Son esos momentos en los que los dirigentes no hacen lo que más quisieran, sino lo que necesitan. De nuevo: no es generosidad, es supervivencia.

Fantasma Venezuela. Cerca del Presidente afirman que esa búsqueda de consenso no es una novedad para él: “Es lo que venimos haciendo, es lo que ya demostramos con la forma en que se encaró la pandemia”. Enumeran ejemplos como el acto del 9 de Julio junto a empresarios y sindicalistas, los permanentes contactos con gobernadores e intendentes, con la Iglesia, la puesta en marcha del consejo económico y social, la visita a IDEA y los últimos encuentros con empresarios como Paolo Rocca, Marcos Bulgheroni y Alfredo Coto.

Pero reconocen que en la mayoría de esas reuniones surge la misma pregunta: “Ok Presidente, pero ¿vamos hacia Venezuela?”.

Alberto Fernández les responde con una repregunta: “Les pido que me digan una medida que hayamos tomado que les haga pensar eso”.

El Presidente dirá que, salvo el caso Vicentin, que lo asume como un error, su gobierno envía señales coherentes de institucionalidad. No solo por el diálogo con los sectores empresariales y sindicales sino, concretamente, por haber demostrado que mantiene relaciones maduras con el mundo, entre las que incluye la coincidencia en condenar lo que pasa en Venezuela.

Hace 50 años, Perón y Balbín firmaron "La hora del pueblo". Hoy hace falta un nuevo acuerdo multisectorial.

Pero a quienes les preguntan por Venezuela no les alcanzan esas enumeraciones, porque lo que ven detrás de Alberto es el Mal. El Mal encarnado en Cristina. Ese temor no se borra en diez meses de gestión ni con una carta pública en la que la vicepresidenta dice que quien gobierna es el Presidente. Una obviedad tan innecesaria de ser aclarada que oscurece.

Que los dueños de los medios de producción sospechen que Alberto Fernández encabeza un gobierno expropiador es un motivo suficiente para que no quieran invertir. Casi que no importa qué tan delirante pueda ser ese fantasma. Lo que importa es que mientras ese miedo subsista va a ser difícil que el circuito productivo vuelva a ponerse en movimiento.

La forma de superar el miedo es enfrentarlo. Y un primer paso sería que unos y otros, oficialistas y opositores, empresarios y sindicalistas, le tomen la palabra a Cristina Kirchner y apuren un llamado institucional al diálogo. No el espontáneo impulso dialoguista que pueda tener el Presidente, sino la escenificación formal de una política de Estado.

"La hora del pueblo". En la Argentina, promover el consenso no significaría mostrar debilidad. Al contrario. Solo un presidente muy fuerte podría sumar en un acto a todos los gobernadores, a intendentes, a los jefes parlamentarios, a líderes sindicales y empresarios. A los ex presidentes democráticos.

Las condiciones están dadas porque todos ganarían. Ganarían por responder a una mayoría que reclama madurez a sus líderes y ganarían porque llevarían confianza a una economía que necesita tranquilizarse para volver a funcionar.

El viernes, entre Cristina y Macri apareció, otra vez, el llamado de Lavagna al consenso. Político y economista, sabe que sin diálogo no hay confianza y sin confianza no hay economía: “Hoy la realidad nos reclama otra Hora del Pueblo”, recordó.

El 11 de noviembre se cumplirán 50 años desde que en 1970, en plena dictadura, el peronismo y el radicalismo (con Perón y Balbín a la cabeza), junto con otras fuerzas políticas y sociales, dejaron sus diferencias de lado y firmaron un documento que llevó ese nombre. Las diferencias eran infinitamente más extremas que las que separan a Cristina y Macri, porque incluían persecuciones y muertes.

Aquella Hora del Pueblo fue la base para que el gobierno militar de entonces convocara a elecciones.

Hoy, un nuevo acuerdo multisectorial podría ser la base para que el futuro deje de ser una utopía.

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