martes, 3 de noviembre de 2020

La espiral

Por Carmen Posadas

Mi amigo Juan Garaizabal me contó ayer una anécdota que me parece aleccionadora. Él es traumatólogo y, por lo visto, hace años, una tarde de domingo lo telefoneó un conocido para pedirle que fuera a ver a su mujer, que había sufrido una fuerte caída. Al hacerlo, Juan comprobó que se había roto la cadera y así se lo dijo al marido. «¿Cuánto?», preguntó él, y Juan pensó que se refería a la gravedad de la rotura.

Pero el otro, pongamos que su nombre era Pedro López, especificó que se refería a cuánto dinero iba a costarle la operación. Juan, sorprendido porque sabía que López no tenía precisamente problemas económicos, mencionó entonces una cantidad muy por debajo de sus honorarios habituales. La operación se realizó con éxito ese mismo día y Juan explicó que había tenido que ponerle cuatro clavos a la accidentada. «Vaya, ¿así sin preguntar? –se molestó López–. Supongo que los clavos los pagarás tú», y luego le instó a que diera de alta a su mujer cuanto antes «para evitar gastos innecesarios». Mi amigo accedió a hacerlo en cuanto le pareció prudente y, como no quería desatender a la accidentada, fue una tarde a visitarla para comprobar cómo seguía. Entonces, el marido se enojó muchísimo. Dijo que él no había pedido ninguna atención a domicilio y, directamente, lo echó de su casa. Por supuesto, también tardó lo suyo en pagarle los honorarios, una situación muy incómoda, dado que eran casi vecinos y frecuentaban la misma iglesia los domingos. Después de aquello, cada vez que se veían, ambos volteaban la cara ignorándose. Pero cierta tarde de Viernes Santo, cuando caminaba por un solitario y estrecho camino vecinal, Juan vio venir, rumbo colisión, al moroso marido, que paseaba con una nieta de corta edad de la mano. Mientras lo veía acercarse, y teniendo en cuenta la presencia de la niña, Juan fue hacia él y le dijo: «Mira, nos encontramos cada domingo y nos ignoramos, pero qué te parece si hoy, siendo el día que es, nos damos un abrazo». López lo miró primero sorprendido, luego emocionado y, más tarde, se abrazó a él sin poder contener el llanto. «No sé qué me hizo reaccionar así –me confesó Juan, dando por finalizado su relato–, pero ese día descubrí que nada desarma más a alguien que cambiarle el paso y devolver bien por mal».

Sí, ya sé lo que van a decirme: que el mundo anda tan encanallado que, de haber tenido lugar tal escena ahora, el tal López posiblemente habría aceptado magnánimamente sus ‘excusas’, convencido de que era el médico quien le debía una explicación a él. Al fin y al cabo, la gente tiene una capacidad asombrosa para darle la vuelta a los hechos e inventar agravios que justifiquen su mal proceder. Pero cierto es también que cambiar de signo a lo que podríamos llamar ‘la espiral del bien’ (o del mal) funciona admirablemente. De cómo se produce este fenómeno vemos ejemplos todos los días. En especial, cuando se trata de la espiral del mal. Si tú me has hecho A, yo voy y te hago B y, a continuación, vienen C y D y E y así ad infinitum, porque el mal engendra mal. Pero los pocos que se atreven a probar la receta de mi amigo Juan y rompen la espiral negativa descubren que, por ese mismo procedimiento, el bien engendra el bien, de modo que de pronto lo que era un círculo vicioso se convierte en virtuoso. Esto es así porque el mal necesita apoyarse en una coartada. Después de todo, los malos de la vida real no son como los de las películas, que mascullan ‘jejejeje’ y se frotan las manos mientras pergeñan sus iniquidades. Son gente que cree que actúa rectamente. Y si no lo hace es porque piensa (o se convence) de que la culpa es de los otros. De la sociedad, del mundo cruel, de Fulano de tal, que me odia y me mira mal… Sin embargo, cuando alguien responde a un agravio no con otro, sino con un abrazo, su interlocutor se queda sin esa tan útil coartada. Por supuesto, hay gente enferma que sigue perseverando en el mal. Pero la mayoría responde de forma positiva porque todos necesitamos mirarnos cada mañana en el espejo y creer que actuamos rectamente. Por eso aquella vieja enseñanza de poner la otra mejilla no es como pueda parecer a muchos un acto de sumisión, de humillación o de masoquismo, es una muy inteligente forma de cambiarle el paso a la maldad y, a la vez, ganarle la partida.

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