sábado, 14 de noviembre de 2020

El gen del populismo es uno solo


Por Héctor M. Guyot

Los líderes populistas carecen de tolerancia a la frustración. Como los chicos, no saben tramitar esa clase de emociones. Cuando los hechos desoyen su deseo, se hunden en el desconcierto y se activa en ellos la ira, expresión desorbitada de una voluntad que pretende someter a la realidad. La ira es explosión, mezcla radiactiva de megalomanía e impotencia. Una herramienta poderosa. 

A veces alcanza para que las personas se cuadren ante ese fuego que amenaza con devorarlo todo. A veces, no. La ira sostenida en el tiempo se convierte en negación. Esa es la etapa por la que transita Donald Trump. El hombre perdió y no lo puede aceptar. A los populistas no les gusta que les saquen de las manos el juguete del poder. Como los antiguos reyes, creen que les pertenece por derecho divino y no por delegación transitoria de la ciudadanía. De allí que, una vez elegidos, socaven el sistema desde adentro. Quieren quedarse para siempre. No pueden desprenderse de lo que consideran un bien de su propiedad. Eso fue lo que expresó la actitud de Cristina Kirchner cuando, en diciembre de 2015, se negó a entregarle el bastón de mando a Mauricio Macri.

Por supuesto, Trump y la vicepresidenta se parecen en muchas cosas más, empezando por el asedio que ambos ejercen sobre las instituciones. Los dos comparten el rechazo a la división de poderes y a los organismos de control que velan por la transparencia. Los dos invocan un nacionalismo esencialista y han demonizado a parte de la población atribuyéndole la causa de todos los males, alimentando así un odio que representa un daño social incalculable. Los dos intentan acallar a la Justicia y a la prensa. Y los dos han apelado a la repetición de la mentira para enmascarar la verdadera naturaleza de sus actos e instalar un relato simplista que alienta el fanatismo entre sus respectivos seguidores. Una diferencia: cuando Trump llegó al poder, ya era rico.

Qué decir de sus personalidades. En 2017, un grupo de psiquiatras y psicólogos enviaron a The New York Times una carta en la que afirmaban que el magnate reunía muchos de los síntomas que la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos usa para diagnosticar el "desorden de personalidad narcisística": sentimientos megalómanos y expectativa de que se reconozca su superioridad; constante necesidad de ser admirado; convicción de tener el derecho de ser tratado de manera especial y de ser obedecido; propensión a explotar a otros y aprovecharse de ellos; tendencia a comportarse de manera pomposa y arrogante. "Las palabras y las acciones de Trump demuestran una incapacidad para tolerar puntos de vista diferentes de los suyos, lo cual lo lleva a reaccionar con rabia", escribieron los expertos. "Los individuos con estas características distorsionan la realidad para adaptarla a su estado psicológico, descalificando los hechos y a quienes los transmiten". ¿Les suena?

Esta simetría es relevante porque demuestra algo que excede al presidente norteamericano y a la vice argentina. Más que por la vieja disputa entre izquierdas y derechas, hoy la política está atravesada por una tensión mayor, más decisiva, determinada por el apego o el rechazo a los valores y las reglas de la democracia republicana. Hoy se enfrentan, en muchos países de Occidente, y en la Argentina sin duda, el republicanismo y el populismo. Esta es la verdadera grieta. De uno y otro lado hay dos categorías inconciliables, que se repelen. La lucha se da, claro, en el escenario de desigualdad que ha dejado la disputa entre izquierdas y derechas en el marco de la revolución tecnológica, una inestimable ventaja para los populistas. Pero es otra cosa: lo que ahora está en juego es el sistema. Muchos de los que hoy en la Argentina se definen como progresistas defienden políticas fascistas que horrorizarían a los cultores de la socialdemocracia, que se inscribe dentro de los valores republicanos. Contra las falsedades del populismo, es preciso llamar a las cosas por su nombre.

En Estados Unidos el populismo perdió. Pero deja a un país fracturado, lo que podría facilitar su regreso. Eso fue lo que hizo aquí el kirchnerismo, que para volver al poder apeló a la ayuda de un engaño extra, coyuntural: la simulación de los compañeros de fórmula, que actuaron una reconciliación inexistente. El kirchnerismo es un gran simulacro (le debemos el término a Alejandro Katz), y la presidencia de Alberto Fernández participa de esa misma naturaleza. Lo que piensa de su vicepresidenta lo dijo desde el llano hace unos años, con una dureza pocas veces vista. En este sentido, el archivo es implacable. La actual fragmentación del Gobierno, pródiga en tensiones que acaban resolviéndose a favor de quien comanda desde el Congreso, responde al simulacro que han montado. Alberto Fernández, Cristina Kirchner, el antes rebelde y siempre ubicuo Sergio Massa son los mismos de 2016, solo que actuando para 2020. Cada cual juega para sí mismo, mientras el país se degrada otro poco cada día.

© La Nación

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