domingo, 15 de noviembre de 2020

Buena época para ser rebeldes

Por Guillermo Piro

Somos imperfectos. Más grande es nuestra conciencia en ese sentido, menos graves serán las consecuencias de esa condición. La adhesión a lo que sea, a una idea de cómo deberían ser las cosas, a un plan, a un proyecto, constituye uno de nuestros máximos puntos de frustración del ser. Con las convicciones es peor. Cada vez que escucho a alguien decir que tiene una convicción, tomo distancia, escapo.

Tengo la impresión de que escandalizarse ante el uso de determinadas palabras es la prueba de que se vive en un mundo que no ofrece verdaderas razones para escandalizarse. 

Cualquiera que haya sufrido un verdadero horror, cuando ve a la gente indignarse por el uso de determinada palabra se ríe como el que sufrió una inundación y perdió todo cuando ve a alguien a quien no le falta nada y se queja porque le rebalsó la pileta del lavadero.

La sociedad mejoró, pero no porque en ella tienen lugar ciertas cosas como el lenguaje inclusivo o la erradicación de ciertas palabras del vocabulario de uso social (todas esas palabras que no se pueden pronunciar en público se siguen pronunciando en mente o dentro de los círculos de confianza), sino justamente porque en ella no tienen lugar otras cosas de las que debería preocuparse.

Todo ello a lo sumo habla bien de nosotros. O mejor dicho: podría hablar bien de aquellos que, habiendo vivido hechos verdaderamente horrorosos en el pasado, ven la preocupación, el esfuerzo y la lucha por el uso de determinado lenguaje una verdadera tontería. No es culpa de ellos, quien se ríe nunca es culpable: la risa es como el grito, a veces no se puede contener.

Quien ha luchado durante toda su vida para conquistar determinadas libertadas no mira con buenos ojos las prohibiciones. Las listas negras, de lo que sea, de nombres propios, sustantivos o adjetivos, le inspiran sospecha. Es por eso que en medio de tanta charlatanería hay tanta gente que guarda silencio. Miran, escuchan, en el mejor de los casos comprenden, pero prefieren callar. Auditarse a uno mismo es algo bueno, todos deberían hacerlo. Pero auditar a los demás es cosa de policía. Paul Nizan los llamaba “perros guardianes”. Nizan se rebelaba entonces contra un pequeño grupo de filósofos que encarnaban al idealista prototipo, es decir aquel ocupado en enunciar verdades alejadas de la realidad con la que el hombre común tiene que enfrentarse cada día: la miseria, la enfermedad, el desempleo, etc. Nizan les criticaba a estos filósofos que el único objetivo que tenían era, en el fondo, justificar y perpetuar los valores morales de la clase dominante. El lenguaje es uno de esos valores. Es una preocupación pequeño-burguesa. Que tiene razones para existir, sin duda, pero cuyo radio de acción no debería exceder al círculo íntimo, al círculo pequeño-burgués de nuestro barrio, de nuestra calle, de nuestro edificio.

Hay ciertos momentos en que la gramática urgente carece de peso. Rafael Alberti lo comprendió durante la Guerra Civil Española, y lo llevó a afirmar que las palabras no tienen ningún poder frente a las armas. A los que afirmaban que la pluma era más fuerte que la espada, Alberti oponía la idea de que ninguna palabra era capaz de cambiar el curso de la guerra o darle algún sentido al sufrimiento humano. En el poema Nocturno, de 1938, dijo esto: “Cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre/ se escucha que transita solamente la rabia,/ que en los tuétanos tiembla despabilado el odio/ y en las médulas arde continua la venganza,/ las palabras entonces no sirven: son palabras”.

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