jueves, 5 de noviembre de 2020

Afonía

Por Isabel Coixet

Ni para adelante ni para atrás, o igual un poco más para atrás que para adelante. En una especie de lugar a caballo entre el callejón sin salida o el camino a ninguna parte. Como una avalancha rodada con una cámara de alta velocidad con la que apenas es perceptible el movimiento de las rocas despeñándose montaña abajo. Esa es la sensación. Un espanto mudo y latente. Como en las películas de terror cuando la protagonista entra en la casa que un anciano pariente le ha dejado en herencia y al primer ruido chirriante de la puerta al cerrarse sabemos que nada de lo que va a pasar es bueno.

Y es cierto que cada día pasan cosas buenas en el mundo: nacen niños preciosos; crecen árboles frondosos; alguien en algún lugar del mundo se enamora hasta las trancas de una persona que, albricias, le ama con igual intensidad; se aprueban leyes inclusivas; hay adolescentes que descubren una pasión inveterada por el arte, la cocina, la filosofía, la neurociencia; alguien demuestra una generosidad desinteresada con personas que lo necesitan; los gatitos se hacen los amos de Instagram… Pero todo eso, al menos para mí, no es capaz de eliminar la sensación de que estamos al borde de algo que no tiene punto de retorno.

El mismo Estado de derecho en el que vivimos más de la mitad de la población está en entredicho: como si todos los términos con los que hemos crecido y que son los puntales de las sociedades democráticas se tambalearan y nos dejaran huérfanos de puntos cardinales. El populismo –con su arma más poderosa, la mentira disfrazada de desfachatez– está invadiendo todos los rincones del mundo y confundiendo hasta las mentes más preclaras.

Asistimos impotentes a la insidia populista: lo bueno es malo, lo malo es bueno, la justicia es una entelequia, los fascistas son los salvadores de la democracia; los demócratas, fascistas. El este de Europa está sufriendo una involución absoluta, escuchar los discursos de sus dirigentes es encontrar ecos de la Europa de finales de 1930. Y el caldo de cultivo de las inminentes elecciones americanas aterra. La incertidumbre no está ya en quién ganará las elecciones, sino en la propia esencia de estas: desde el Gobierno, Trump y su corte se están ocupando de ensuciar el proceso de voto hasta el punto de que, como en la más corrupta de las repúblicas bananeras, no hay en absoluto la garantía de que el resultado obedezca a los votos reales, y aun cuando así fuera, que está por ver, el presidente no acataría el resultado. La única voz lúcida y discordante es la de Nancy Pelosi, que dice lo que todos piensan, incluidos los escasos republicanos con conciencia: hay que inhabilitar al presidente porque actúa como un demente y está poniendo en peligro no sólo la democracia en su país, sino en todo el mundo.

Y sí, lo confieso, estoy hablando de otro país –además de porque, pase lo que pase, afectará a Europa sin remedio– porque ya no sé qué decir del espectáculo lamentable que los políticos de nuestro país están dando ante la crisis sanitaria, política, social y ambiental en la que estamos sumidos. Ya no puedo más de trastos a la cabeza, de complots, de maniobras políticas, de trapisondas, de discursos que se dan para los que tienen carnet del partido, de darle la espalda a los ciudadanos. Repito, aunque suene cansino, naíf, aburrido, simplista: es el momento de un pacto de Estado, de aparcar un rato (¿tres, cuatro, cinco meses?) las diferencias y elaborar juntos un plan para salir del marasmo en el que la COVID nos ha sumido, que no ha hecho sino poner de relieve nuestra extrema vulnerabilidad, nuestra precariedad, nuestra debilidad. Basta de atomización, basta de reinos de taifas. No, no me cansaré de decirlo. Aunque aburra a las ovejas. Aunque me quede afónica.

© XLSemanal 

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