martes, 6 de octubre de 2020

La meritocracia bajo fuego

Por James Neilson

Puesto que a nadie se le ocurriría calificar de “meritocrática” a la Argentina actual, Alberto Fernández no se equivocaba por completo cuando afirmó que “lo que nos hace evolucionar o crecer no es el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años, porque el más tonto de los ricos tiene muchas más posibilidades que el más inteligente de los pobres. Y entonces no es el mérito, es darles a todos las mismas oportunidades de crecimiento y desarrollo.”

Es de suponer que al hablar así pensaba en su enemigo principal, el tantas veces denostado Mauricio Macri que, hace ya más de tres años, dijo estar convencido de “la importancia del Estado, la carrera pública, los concursos, la meritocracia. No el Estado como un bastión de la militancia”. Cuando Alberto iniciaba su gestión, aseguró compartir tales puntos de vista, ya que se afirmó decidido a “proponer una Gran Escuela de Gobierno, con altísima excelencia académica, como eje de un proceso de profesionalización, mérito y carrera administrativa en el marco del Estado nacional”.

Aunque convendría recordar que en las décadas últimas el país no ha “evolucionado” ni “crecido” -antes bien, ha involucionado y encogido-, y que no sólo los ricos cuentan con más posibilidades que los pobres talentosos, ya que pesa muchísimo el activismo político, en términos generales Alberto tenía razón. Con todo, si bien uno podría tratar lo que dijo el presidente por una forma de lamentar que la Argentina no fuera una meritocracia auténtica en que todos tuvieran oportunidades para desarrollarse, la mayoría lo tomó como un ataque frontal a la convicción de que en última instancia el progreso del país dependerá del esfuerzo y la inteligencia aplicada de quienes poseen las cualidades necesarias para hacer contribuciones positivas al bienestar del conjunto, de ahí las críticas furibundas que llovieron sobre su cabeza.

A juicio de muchos, al hablar así el presidente de la República reivindicaba la holgazanería y la ignorancia, manifestando de tal modo su presunto deseo, y aquel de su jefa Cristina, de que la Argentina abrazara con entusiasmo el destino sombrío que sus gobernantes kirchneristas le tendrán reservado. Creen que están resueltos a nivelar hacia abajo porque irán a virtualmente cualquier extremo para congraciarse con la proporción sustancial de su clientela electoral que vive de subsidios. Algunos sospechan que ciertos miembros de la coalición gobernante quieren que haya más pobres porque saben muy bien que les sería fácil engañarlos con promesas huecas.

Huelga decir que Alberto dista de ser la única persona que cuestiona los beneficios de los sistemas meritocráticos. También lo hizo el hombre que en efecto los inventó o, por lo menos, les dio un nombre, el socialista británico Michael Young que en su libro satírico de 1958, “El ascenso de la meritocracia, 1870-2033”, analizaba con agudeza un fenómeno que ya estaba modificando drásticamente el orden social de su propio país y muchos otros. A Young le preocupaban las eventuales consecuencias de la conciencia de que importaba cada vez más el capital humano de las distintas sociedades y que, andando el tiempo, serían más dinámicos los países que se mostraran más capaces de movilizar la inteligencia de sus habitantes. En su opinión, significaría que casi todos los gobiernos procurarían privilegiar a los más dotados en desmedro de los demás.

Es lo que sucedería en los países capitalistas más avanzados, aunque por razones políticas los encargados de los sistemas educativos impulsarían la proliferación de materias aptas para estudiantes mediocres mientras intentaban impedir que algo similar sucediera en las facultades científicas. En cambio, en los países comunistas, la educación sería impúdicamente elitista ya que, para los regímenes marxistas, lo del ingreso irrestricto a las universidades más exigentes es una “enfermedad infantil” del izquierdismo nada serio de burgueses sensibleros. En China, para entrar en una buena universidad hay que superar el célebre “gaokao” que, de acuerdo común, es el examen más duro del planeta.

Hoy en día, se da por descontado que en adelante el poder económico dependerá mucho más de las hazañas de los científicos y técnicos que de los recursos naturales o la capacidad militar, de suerte que la guerra por la supremacía mundial entre Estados Unidos y China no se verá librada en los campos de batalla sino en las aulas y centros de investigación. Es por tal motivo que en casi todos los países desarrollados las autoridades, además de invertir más en educación, están modificándose las políticas inmigratorias a fin de atraer a quienes podrán hacer un aporte positivo al stock local de “capital humano” y excluir a los que no estarán en condiciones de agregar mucho más que la voluntad de hacer trabajos manuales sencillos; les parece evidente que un científico genial vale mucho más que cien mil obreros comunes.

Según Young, las sociedades más “meritocráticas” ganarían en eficiencia pero, luego de algunas décadas de progreso material sumamente rápido, enfrentarían graves problemas políticos porque la inteligencia alta continuaría siendo una comodidad muy escasa. Aunque a muchos les parecería justo que “el mérito”, que definió como “cociente intelectual + esfuerzo”, reemplazara los criterios tradicionales basados en la familia que, entre otras cosas, permitirían que los “ricos tontos” denigrados por Alberto consiguieran más que los “más inteligentes de los pobres”, entendía que ello no quería decir que la desigualdad resultante fuera compatible con la democracia tal y como la conocemos. Asimismo, creía que, por ser la inteligencia en buena medida hereditaria, una oligarquía meritocrática propendería a perpetuarse y que, por basarse en fundamentos a primera vista muy firmes, sería mucho más rígida que las viejas aristocracias de sangre.

Young pronosticó que durante mucho tiempo la mayoría toleraría la inequidad así supuesta porque encontraría razonable que los más meritorios conformaran una elite. Después de todo, a pocos les molesta que una estrella deportiva gane más en una semana de lo que ellos podrían recibir en años de trabajo duro, de suerte que nadie debería quejarse si un buen científico obtuviera mucho más que un albañil. Así y todo, vaticinó que, de difundirse la sensación de que los miembros de una elite que atribuía su situación privilegiada a su superioridad congénita tendía a despreciar al grueso de sus compatriotas, tarde o temprano se haría irreprimible el resentimiento muy natural de los rezagados de por vida por sus presuntas limitaciones intelectuales. Por cierto, de aún estar entre nosotros - murió en 2002 - no le hubiera sorprendido en absoluto la rebelión de los “deplorables” en Estados Unidos que culminó con la elección de Donald Trump.

En el debate en torno a la meritocracia que fue desatada por las palabras de Alberto, acaso las más significantes que han salido de su boca, tienen razón tanto quienes se le oponen como aquellos que lo defienden. El futuro de una sociedad en que nadie respeta el mérito sería con toda seguridad miserable, pero también lo sería el de una en que los muchos que, por los motivos que fueran, nunca se han esforzado por aprovechar plenamente sus capacidades innatas, se vean tratados como parásitos inútiles que no merecen nada.

Por ser la Argentina una democracia en que el voto del burro importa tanto como el de un gran profesor, hay que intentar combinar el elitismo que es inherente a la “meritocracia” con el igualitarismo según el cual todos deberían contar, como quisiera Alberto, con las mismas oportunidades. Si bien muchos gobiernos y, más aún, educadores progresistas, se aferran con tenacidad a la noción de que la igualdad de resultados sea posible, la triste verdad es que a muy pocos les sea dado dominar los secretos de la física nuclear o de otras disciplinas sumamente exigentes.

Al internarse el mundo entero en la edad de “la economía del conocimiento”, dicha realidad está planteando un sinfín de dificultades. En países en que casi todos los jóvenes pueden estudiar en universidades, lo único que se ha logrado es persuadirlos de que tienen derecho a subir por la escala social como hacían los de generaciones anteriores en que sólo los miembros de una minoría reducida conseguían los diplomas correspondientes. Como es natural, al enterarse de que no existen las salidas laborales o profesionales a las que aspiraban, muchos se sienten víctimas de una injusticia flagrante.

Los indignados por lo que dijo Alberto reivindican el ascenso social y aluden a la experiencia de generaciones de inmigrantes que desembarcaron sin nada en el bolsillo pero que, después de años de esfuerzos abnegados, vieron a sus hijos y nietos llegar a ser ciudadanos prósperos. Quienes dicen no sentirse impresionados por tales historias personales subrayan que el éxito social de algunos siempre entraña el fracaso relativo de muchos más. Lo que quieren es una sociedad en que todos asciendan, pero pasan por alto el que en todas partes la competencia generalizada es el motor del crecimiento, y que si bien los beneficios nunca se ven repartidos de manera igualitaria, hasta en los países más darwinianos en tal sentido, como la China nominalmente comunista, los más pobres pueden soñar con abrirse camino en base a sus propios esfuerzos, lo que les está vedado en aquellos en que los gobernantes prefieren la chatura equitativa.

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