sábado, 31 de octubre de 2020

La del Covid no es la única plaga

Por James Neilson

Pensándolo bien, las siete –o diez– plagas que según el Antiguo Testamento arrasó a la patria espiritual de Cristina, el Egipto faraónico, eran poco cosa en comparación con las que están asediando a la Argentina actual. Hay buenos motivos para suponer que se trataba de fenómenos naturales, si bien poco comunes, del tipo que todas las sociedades de aquellos tiempos remotos tenían que soportar, no de la presunta culminación de un proceso sui géneris de decadencia social y política que amenaza con terminar en una orgía autodestructiva.

Entre las plagas que no sólo el gobierno de Alberto sino también todos los habitantes del país tienen que enfrentar hay una que se parece bastante a algunas de las sufridas por los egipcios de milenios atrás; se trata de la pandemia de Covid-19, que aquí amenaza con alcanzar dimensiones mayores per cápita que en virtualmente cualquier otro país.

Otra que acaso no hubiera sorprendido demasiado a los faraones sería la de las tomas de tierra promovidas por los narodniki del papista K Juan Grabois, ya que es cuestión de algo que ocurre, casi siempre con resultados lamentables para los involucrados, desde que el mundo es mundo. Tampoco les hubieron sido incomprensibles la corrupción, que como la prostitución ha desempeñado un papel en todas las comunidades organizadas, la inflación, que de una manera u otra se hacía sentir en la antigüedad, la creciente inseguridad ciudadana y los linchamientos brutales que está provocando, o la pobreza extrema que, antes de la llegada del capitalismo, era casi universal.

En cambio, las plagas sociopolíticas y económicas vinculadas con los saltos esporádicos hacia la estratosfera del dólar blue que, de acuerdo común, es una especie de termómetro que nos permite medir la confianza de la gente en la gestión económica de Martín Guzmán, el desastre educativo y la desubicación del país en el escenario de un mundo globalizado, parecen ser propias de la Argentina actual.

Sea como fuere, con la excepción de la pandemia que salió de China para emprender la conquista del planeta, las plagas que tantas desgracias están provocando aquí son de origen autóctono, productos de una cultura política prematuramente triunfalista que resultó ser incapaz de reaccionar con rapidez y contundencia ante el cambio del orden internacional en que se había formado y que, desde entonces, está a la deriva. No extraña, pues, que tantos sientan nostalgia por una época supuestamente dorada aunque, claro está, no hay ningún acuerdo en torno al momento en que todo lo bueno se fue, llevando consigo la esperanza de que dentro de poco reencontrarían la felicidad perdida.

En casi todos los países modernos conviven los partidarios de distintas ideologías e incluso estilos de vida, pero a menos que haya algunas ilusiones compartidas no sólo por los coyunturalmente satisfechos con el statu quo sino también por una mayoría amplia de quienes se sienten frustrados pero que sueñan con mejorar su condición dentro del orden existente, ninguna sociedad moderna puede prosperar. En la Argentina, el pacto tácito así supuesto dejó de funcionar hace muchos años –en opinión de algunos, hace más de un siglo, aunque los hay que creen que todo iba bastante bien hasta comienzos de los setenta del siglo pasado-, de ahí los fracasos seriales que han jalonado la historia reciente del país.

Las divisiones que se abrieron cuando la Argentina perdió el lugar cómodo que le había permitido disfrutar de un período de opulencia relativa conforme a las pautas imperantes siguen ocasionando problemas: aunque todos los dirigentes, tanto políticos como sectoriales, parecen entender que las perspectivas están haciéndose cada vez más sombrías, muchos están más interesados en sacar provecho de las dificultades comunes a costillas de los demás que en intentar superarlas. Es gracias a ellos que el deterioro sigue acelerándose.

Huelga decir que los más notorios cuando se trata de privilegiar las prioridades propias son los kirchneristas; subordinarán absolutamente todo, incluyendo el futuro del país, a los intereses personales de su lideresa máxima. No habrá forma de aplacarlos. Si no fueran tan graves los cargos enfrentados por Cristina y la evidencia en su contra tan abrumadora, sería factible que las agrupaciones políticas más importantes sumaran fuerzas para luchar contra la multitud de problemas que amenazan con llevar la Argentina a la ruina, pero mal que les pese a los bien intencionados que sueñan con cerrar “la grieta”, para reconciliarse con los kirchneristas tendrían que pasar por alto los casos de corrupción. Pedirles a todos tratar como un pecadillo meramente anecdótico lo hecho en tal ámbito por la vicepresidenta, con la colaboración de miles de políticos y decenas de miles de funcionarios, cuando gobernaba el país, no es una opción. Como Cristina misma diría, sería “too much”.

Se trata de una dificultad mayúscula que seguirá retardando la eventual recuperación de una economía que ya tambaleaba antes de que el coronavirus rampante la debilitara todavía más. No es necesario ser un “científico” para darse cuenta de que la relación estrecha que se da entre el intento kirchnerista de forzar no sólo a “la historia” sino al país en su conjunto a absolver a Cristina de los cargos que la abruman con el abismo que separa al dólar blue del oficial. La campaña kirchnerista a favor de lo que en otro contexto Raúl Alfonsín llamó “la cultura de la ajuridicidad”, advierte a los inversores tanto nacionales como extranjeros que les convendría alejarse de la Argentina cuanto antes a menos que están dispuestos a colaborar con políticos venales, lo que les supondría muchos dolores de cabeza en Estados Unidos y Europa, lugares en que participar de la corrupción ajena entraña el riesgo de caer víctima de leyes draconianas.

También contribuye a la incertidumbre la sospecha, acaso un tanto exagerada, de que cuando de la economía se trata Cristina, y por lo tanto sus seguidores que ocupan docenas de puestos clave en el aparato gubernamental, son voluntaristas irracionales que serían capaces de ensayar medidas alocadas con el único propósito de mostrarle al mundo que desprecian todas las ortodoxias en boga que a su entender  son “neoliberales”. Con todo, parecería que Cristina misma ha llegado a la conclusión de que el hundimiento definitivo de la economía podría ocasionarle perjuicios, acaso porque teme verse incluida en la lista negra de culpables de tamaña catástrofe, y que por lo tanto ha empezado a presionar a Alberto para que actúe con mayor firmeza, pero puede que sólo se trate de un malentendido.

Las tomas de tierra están teniendo un impacto tan negativo en el estado ya penoso de la economía nacional como las dudas acerca de quién realmente manda en el país, si es que hay alguien que lo hace. Para todos, incluyendo a los directamente responsables de las ocupaciones ilegales, equivalen a un ataque frontal contra la idea de que el respeto por el principio de la propiedad privada sea fundamental tanto para la economía como para la cohesión social. Lo que está ocurriendo es peligroso: de difundirse la noción de que en última instancia no haya ninguna diferencia entre la posesión legalmente autorizada de un pedazo determinado de tierra por un lado y por el otro su ocupación por parte de un grupo politizado, sea éste conformado por quienes se afirman luchadores sociales o por miembros de un “pueblo originario”, no habría forma de mantener a raya la anarquía. Así y todo, lo que para los que preferirían vivir en paz es un riesgo terrible, es para otros una oportunidad.

¿Milita en la banda de los que quieren hacer lío el gobernador bonaerense? Axel Kiciloff se hizo blanco de una andanada de críticas furibundas al afirmar que a su juicio los barrios privados pueden considerarse “ocupaciones de tierras” porque algunos “no están habilitados” y no pagan impuestos. Aún cuando tenga razón al aludir a la necesidad de “regularizarlos”, Kiciloff no puede sino comprender que al hablar de este modo brinda municiones a quienes se han propuesto emular a los revolucionarios populistas y comunistas de otras épocas que protagonizaron la invasión de tierras ajenas, con consecuencias calamitosas no sólo para los dueños despojados sino también para muchos de los supuestamente beneficiados por tales esfuerzos.

Asimismo, Kiciloff no puede sino entender que en las circunstancias actuales es insensato atentar contra el campo que, le guste o no, es uno de los escasísimos sectores que está en condiciones de producir los recursos que todos, incluyendo a los gobernadores provinciales, requerirán para sobrevivir a la turbulenta crisis en que se ha precipitado el país.

Tal y como están las cosas, lo último que necesita el país es que Grabois y sus amigos se crean apoyados por Alberto, Cristina y otros integrantes clave del gobierno nacional. De continuar multiplicándose las ocupaciones ilegales, en cualquier momento podrán estallar conflictos muy violentos entre quienes las organizan y, en las zonas rurales, personas bien armadas que no vacilarían en defenderse contra las bandas de intrusos. Ausente la Justicia formal e intimidada la policía por entender que el ala más agresiva del gobierno no la quiere para nada, la justicia por mano propia ya ha comenzado a llenar el vacío que se ha creado.

© Revista Noticias 

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