martes, 27 de octubre de 2020

Juventud en el limbo

Por Juan Manuel De Prada

Hace algunas semanas, participé en un programa radiofónico conducido por Julia Otero en el que se discutía sobre las dificultades que la juventud española arrostra para conseguir un empleo. En el curso del programa se recibieron llamadas de un panadero, un sastre y una carpintera; los tres alegaban que llevaban mucho tiempo ofreciendo empleo en su obrador, en su sastrería, en su taller, con resultados nefastos. 

Pues todos los jóvenes que acudían al reclamo demostraban ignorar por completo los rudimentos del oficio. No sabían amasar pan, no sabían tomar medidas para un traje ni serrar la madera. La dueña de la carpintería, en concreto, comentó que le llegaban jóvenes con estudios de diseño, que pretendían trabajar desde el ordenador; pero ella no necesitaba diseñadores de muebles, sino alguien que supiese empuñar la garlopa.

Se hace mucho énfasis en la formación de nuestros jóvenes, pero siempre de un modo erróneo. Una de las anomalías más grotescas de nuestro sistema educativo es el empeño desquiciado por encauzar gregariamente a la juventud española hacia la universidad, haciendo caso omiso de su escasa (o incluso nula) vocación para el estudio. Tamaño dislate sólo ha logrado aumentar el fracaso escolar y deteriorar el nivel de nuestra enseñanza, que alberga en su seno a alumnos hastiados, desganados o, todavía peor, convencidos de que la obligación del Estado no es otra sino facilitarles el acceso a la universidad. Y, a la vez, se ha favorecido la degradación de los saberes que se imparten en la universidad, así como la floración, a modo de hongos (con frecuencia venenosos), de multitud de centros universitarios de dudoso fuste.

A la postre, este empeño grotesco por encauzar a nuestros alumnos hacia el redil universitario ha sido una de las principales causas del hipertrófico nivel de paro juvenil que padecemos. Y ha convertido a muchos de esos jóvenes universitarios en un sector de la población altamente inflamable que, después de haber sido criado en la exaltación del deseo personal (pues se les hizo creer que su título universitario era un salvoconducto hacia el éxito), ha comprobado cómo todas sus expectativas se convertían en agua de borrajas, hasta hacer del resentimiento el motor aciago de sus vidas. En este fenómeno han concurrido causas de muy diversa naturaleza, algunas obscenamente mercantiles, otras de irresponsabilidad política, pero también comprensibles traumas psicológicos de una porción muy abundante de españoles que no pudieron cursar estudios universitarios por razones muy diversas y que, en su madurez, han querido que sus hijos tuvieran acceso a lo que ellos les fue vedado.

Pero lo que España necesita no son universitarios sin vocación para el estudio con títulos que hoy valen menos que el papel mojado, sino jóvenes formados en oficios y técnicas que saquen nuestra economía de la postración. Es una evidencia gigantesca que, sin embargo, ningún gobierno afronta seriamente; por lo que deberíamos empezar a preguntarnos si los sucesivos gobiernos españoles (en esto importa poco el negociado ideológico al que se adscriben) no son meros lacayos al servicio de una plutocracia apátrida que, para consolidarse, necesita devastar las economías nacionales, creando un falso ‘mercado laboral’ que satisfaga sus intereses y condene a la inviabilidad multitud de pequeños negocios y empresas familiares. Un ‘mercado laboral’ que se abastece de trabajadores manuales ínfimamente remunerados en los arrabales del atlas (o que los trae hasta aquí desde los arrabales del atlas, azuzando los flujos migratorios), a la vez que fomenta la conversión de nuestra juventud en una masa de parias universitarios, adaptables a un ‘mercado laboral’ con movilidad geográfica. Y dispuestos también a cobrar salarios miserables, pues la plétora de demandantes de trabajo favorece inevitablemente la depauperación laboral.

Y, entretanto, el panadero, el sastre y la carpintera que aquella tarde llamaron a la radio tendrán que cerrar sus pequeños negocios, que serán sustituidos por una franquicia que venda panes de aguachirle, trajes confeccionados con telas ínfimas o muebles que se descuajeringan, mientras nuestros jóvenes son enviados al limbo del desempleo o convertidos en parias con rudimentos de inglés o diseño informático, flexibles y adaptables al ‘mercado laboral’ con ‘movilidad geográfica’ que conviene a la plutocracia apátrida. La salvación de nuestra economía nacional empieza por la revalorización de los oficios manuales; y también el rescate de una juventud condenada al limbo del desempleo y del resentimiento.

© XLSemanal

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