miércoles, 28 de octubre de 2020

El coraje de creer

Por Isabel Coixet

Creer. Creer de verdad en algo cuya esencia impregna todos los actos de nuestra vida es algo que no es tan evidente como parece. Afirmamos creer a pies juntillas muchas cosas que luego en la práctica olvidamos. Porque es más fácil, por pereza, por hábito. Lloramos la destrucción de la Amazonia mientras llenamos el plato con la carne de animales alimentados con la soja que reemplaza allí el bosque fluvial.

Nos rasgamos las vestiduras por la erosión de la biodiversidad y el recalentamiento, pero perpetuamos a diario prácticas que reemplazan los espacios naturales por millones de hectáreas de cultivo dedicadas a alimentar animales que nunca verán la luz del día. Podría seguir con miles de ejemplos donde nuestros gestos cotidianos contradicen las cosas que decimos creer.

Y de todas las futuras batallas que nos plantea el mundo de hoy, esta es la única que para mí tiene sentido: la lucha para no cargarnos el planeta que tenemos. Una lucha que pasa por saber, por estar informado, por exigir que todo el mundo a nuestro alrededor haga ese esfuerzo y por actuar.

El último informe de Oxfam detalla con precisión datos que, de vivir en un mundo donde las prioridades estuvieran claras, debería estar en la portada de todos los informativos: el calentamiento global es obra del hombre, pero del hombre rico. El uno por ciento más rico de la población mundial es responsable de más del doble de las emisiones de efecto invernadero que las producidas por la mitad más pobre de la humanidad durante el cuarto de siglo –entre 1990 y 2015–, en el que las emisiones han alcanzado niveles sin precedentes. Los grupos más afectados por la crisis climática son los menos responsables de ella: personas en situación de pobreza y exclusión y las generaciones futuras.

Y es que, como hemos visto también en la pandemia, los millonarios saben que en cualquier circunstancia están protegidos y a salvo, y eso los hace destruir el planeta a su antojo: piensan que las consecuencias de sus lobbies, los manejos de sus corporaciones, sus vertidos ilegales nunca van a pillarlos. Que pueden construirse mansiones en islas lejanas donde la mierda que echan ellos mismos al mar no les llegará y que pueden pagar a pescadores que les busquen lubinas sin plástico en el vientre.

Por eso, es más urgente que nunca una legislación rigurosa en justicia universal ambiental. Hoy sabemos que no hay nada en el mundo que no esté conectado. Que un vertido en el golfo de México puede afectar a las ostras en Japón, a la fauna de Nueva Zelanda. Que nada de esto quede impune es fundamental para parar la barbarie medioambiental. Podemos hacer todo el reciclaje que queramos, pero si no presionamos para que las leyes sean implacables con las grandes corporaciones estamos acabados. Todos nosotros necesitamos hacer algo ahora mismo: tener el coraje de creer lo que sabemos. Y actuar en consecuencia.

© XLSemanal 

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