martes, 7 de julio de 2020

Obligaciones naturales

Por Juan Manuel De Prada
Conversaba con un amigo sobre las secuelas que la plaga coronavírica dejará en el ánimo de los españoles. En un momento dado, nos referimos a la muerte ignominiosa que han padecido miles de viejos, abandonados como perros sarnosos (pero los perros han sido atendidos y paseados con honores que se han negado a los viejos) en esos modernos morideros llamados ‘residencias’; y me pregunté si esta mortandad monstruosa serviría como revulsivo moral, provocando en la actual generación una metanoia que nos vuelva a hacer conscientes de nuestras obligaciones naturales. 

Mi amigo, siempre un poco áspero o desalmado, cortó abruptamente mi reflexión: «Recuerda lo que dice el refrán: ‘El muerto al hoyo y el vivo al bollo’. Para muchos la muerte de esos viejos ha sido un secreto alivio». La consideración de mi amigo me pareció ofensiva, por su visión descarnadamente pesimista de la naturaleza humana; y así se lo hice ver, enojado. Ante lo cual mi amigo me miró piadosamente, como se mira a un iluso.

Durante las semanas siguientes tuve ocasión de hablar con varias personas que habían perdido a familiares ancianos durante la plaga coronavírica, fallecidos en los morideros llamados residencias. Y, con sobrecogido pasmo, descubrí que, en efecto, la muerte de esos familiares ancianos constituía un secreto alivio para ellos; un alivio, por supuesto, matizado de resignación, o disfrazado con las galas compungidas del humanitarismo. «Bueno, ya sabes –me decían–, el pobrecito era muy mayor ya»; y también: «Al menos así ya no sufrirá más» (como si la agonía en el moridero, sin poder recibir visitas ni asistencia médica ni consuelo espiritual alguno, no constituyese en sí un sufrimiento insuperable). Me resulta muy duro reconocerlo; pero al menos en un par de casos me tropecé con este tipo de expresiones deplorables. Así descubrí que mi descarnado amigo tenía siquiera algo de razón.

No pretendo elevar la anécdota a categoría; pero tampoco creo que la anécdota pueda despacharse como irrelevante. Sobre todo cuando se comprueba que la reacción más habitual (y estridente) de la sociedad española ante esta mortandad monstruosa de ancianos en los morideros llamados residencias no ha sido el examen de conciencia ni el propósito de enmienda, sino más bien una furiosa indignación que se ha dirigido a veces contra las patuleas gobernantes (estatal o autonómica, según el negociado ideológico al que el indignado esté adscrito), a veces contra los dueños o gerentes de los morideros, a los que se acusa como mínimo de negligencia, cuando no de estafa. Pero todas estas indignaciones histriónicas, lejos de refutarlo, confirman el diagnóstico de mi amigo. Pues con frecuencia la indignación es el recurso que empleamos cuando, incapaces ya de reconocer nuestra culpa, proyectamos nuestra mala conciencia contra quienes sólo son responsables en segundo grado, o en todo caso contra quienes no habrían podido perpetrar sus desmanes sin contar con nuestra anuencia.

Esta indignación gesticulante está siendo utilizada por las patuleas partitocráticas para escenificar un repugnante toma y daca de responsabilidades; y mañana servirá para que hagan las paces votando juntas una ley que añada más requisitos y exigencias de salubridad a los morideros llamados residencias. Así se soslayará la cuestión moral candente, la reflexión que nuestra generación debe hacer sobre las obligaciones naturales que nos exigen cuidar personalmente de los ancianos, teniéndolos a nuestro cargo. Esas obligaciones naturales de las que hemos dimitido taimadamente, con coartadas humanitaristas farisaicas que esconden un pavoroso endurecimiento de los corazones, un adelgazamiento de nuestra condición humana que cristaliza en una concepción puramente utilitaria de la vida, que sólo es valiosa cuando es pujante y placentera; y que, cuando deja de serlo o no llega a serlo, se convierte en un estorbo que conviene abortar, abreviar o arrumbar en un moridero.

Sólo esta asunción de las obligaciones naturales tendrá consecuencias auténticamente políticas. Pues, cuando volvamos a asumirlas personalmente, tendremos que exigir mejores condiciones laborales, sueldos menos birriosos, viviendas más dignas, protección para las familias y una educación esmerada para nuestros hijos, donde las bazofias penevulvares sean sustituidas por las grandes interpelaciones morales. La indignación que exige responsabilidades a las patuleas gobernantes o mejoras en las residencias es pura antipolítica al servicio del mal; aspavientos con los que disfrazamos nuestro íntimo alivio de seres más reptilianos que estrictamente humanos.

© XLSemanal

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