martes, 21 de julio de 2020

Los K y el coronavirus militante

Por James Neilson
No bien salió de Wuhan la progenie multitudinaria del virus que pronto cambiaría a todos los países del mundo, políticos y activistas de diversas causas se las ingeniaron para incorporar lo sucedido a su propio relato. A muchos les resultó fácil. No sólo norteamericanos como Donald Trump sino también políticos de otros países que raramente coinciden con él, decidieron tratar la pandemia como una catástrofe, parecida a la de Chernobyl, que fue provocada por totalitarios chinos acostumbrados a suprimir la verdad.

Otros vieron en el virus un antídoto al capitalismo liberal y a la globalización. Asimismo, ciertos ecólogos eminentes se concentraron en llamar la atención a lo peligrosa que nos ha sido la invasión por nuestros congéneres del reino animal en busca de alimentos porque, además de causar mucho sufrimiento, ha resultado en la liberación de patógenos letales que se hallaban en las entrañas de murciélagos o palangines donde no ocasionaban problemas a sus anfitriones.

Los preocupados por el poder desmedido que está adquiriendo el régimen dictatorial de China o por los riesgos planteados al género humano por el consumo de partes de animales exóticos distan de ser los únicos que dan por descontado que la pandemia ha servido para confirmar lo que ya pensaban. Aquí, los kirchneristas y sus aliados coyunturales están aprovechando al máximo el desastre para asestar más golpes a los enemigos mortales de su proyecto político; aquellos sujetos que, por motivos sin duda despreciables, siempre se han opuesto al movimiento nacional y popular pero que, gracias al coronavirus, están por recibir su merecido.

Lo que quieren es convencer a la mayoría que, de no haber sido por la conducta nada solidaria de los oligarcas, chetos y, desde luego, porteños, la Argentina aún estaría libre de la plaga que está provocando estragos a lo largo y ancho del planeta. Insinúan que, al viajar por placer o por razones profesionales a lugares como Estados Unidos, Francia, España e Italia, se contagiaron de un mal foráneo que no vacilaron en introducir al país. Desde el punto de vista de los tentados por la noción de “vivir con lo nuestro”, el que el coronavirus fuera traído de Europa y Estados Unidos por “ricos” que vacacionaban en el exterior tiene una carga simbólica que les parece muy pero muy importante.

Hay personajes, puede que el papa Jorge Mario Bergoglio sea uno, que sueñan con una Argentina igualitaria y por lo tanto monolíticamente pobre – bien, casi monolíticamente, porque los dirigentes mismos y sus adláteres necesitarían reservarse algunos privilegios -, en que todos dependan de la benevolencia de los gobernantes. El coronavirus los está ayudando a acercarse a paso redoblado a dicho objetivo. Día tras día, el país se depaupera más y, puesto que antes del desembarco de la pandemia el precario sector privado ya se encontraba en terapia intensiva, los partidarios de “más Estado” se creen ante una oportunidad irrepetible para rematarlo. La reacción pública frente al intento torpe de apoderarse de la cerealera santafesina Vicentin los hizo proceder con mayor cautela, pero pronto habrá muchas otras empresas grandes que, si los decididos a estatizar todo cuanto esté a su alcance operan con más habilidad, podrían caer en sus manos.

Aunque Alberto parece entender que el sector privado es el motor irremplazable de la economía y, con matices, está a favor del capitalismo más o menos liberal, sus eventuales convicciones en tal sentido no le han impedido transferir, en nombre de la justicia social, cada vez más recursos desde la parte relativamente solvente de la sociedad hacia la que vive de subsidios. En términos meramente políticos, no carece de lógica la estrategia así supuesta que, con más entusiasmo que Alberto, están impulsando Cristina y aquellos miembros del gobierno que responden sólo a ella, pero tiene sus límites. Tal y como están las cosas, pronto llegará el momento en que la economía nacional resulte incapaz de suministrarle al gobierno los fondos que precisaría para conformar a una clientela que ya ha crecido hasta tal punto que incluye a buena parte de la población del país.

¿Qué pasará cuando un Estado que no genera recursos y no puede recaudar más sea responsable del bienestar material de decenas de millones de personas que no pueden aportarle nada? Si bien nadie sabe lo que podría suceder en las semanas venideras cuando, según los epidemiólogos más optimistas, la plaga de Covid-19 estará aproximándose a su pico, quienes tienen poder territorial en el conurbano temen que dentro de un mes, acaso dos, todo estalle en las zonas más pobres sin que les sea posible apaciguarlas.

Es probable que, sin la intervención del coronavirus, tarde o temprano. algo similar hubiera ocurrido por tratarse de la culminación natural del esquema socioeconómico autofágico que generaciones de políticos populistas lograron construir luego de aprender que, manejado con astucia, el empobrecimiento masivo no necesariamente les costaría votos sino que, por el contrario, podría garantizarles una serie de triunfos electorales. Los macristas más combativos querían desmantelar el viejo modelo corporativista que a través de las décadas había privado al país de la posibilidad de crecer como hacían otros de características parecidas, sean naturales como en los casos del Canadá y Australia o culturales en los de Italia y España, pero por miedo a lo que podrían hacer los defensores del orden establecido para frustrar los intentos en tal sentido, terminaron dejándolo intacto.

Pues bien, no se equivoca el ex gobernador de Mendoza y actual jefe de la UCR, Alfredo Cornejo cuando dice que “la grieta” más profunda que mantiene separadas a las dos Argentinas no es la ideológica, por llamarla de algún modo, sino la que se ha abierto entre el “país productivo” por un lado y el “parasitario” por el otro. Aunque el Alberto “moderado” y hasta un poco “liberal” que era uno de los críticos más lapidarios de Cristina no se habrá imaginado desempeñando el rol de paladín del “país parasitario” que no hace más que consumir lo suministrado por otros, la versión actual sabe que le debe su triunfo electoral y por lo tanto se siente obligado a subordinar todo lo demás a los intereses inmediatos de sus habitantes. También sabe que el “país productivo” votó mayoritariamente a Mauricio Macri, lo que, en opinión de los kirchneristas, significa que tienen la autoridad moral suficiente como para hacer todo lo posible para castigarlo.

Tampoco se equivoca Cornejo cuando señala que al kirchnerismo “sólo le importan los votos del conurbano”. Dadas las circunstancias, no tiene otra alternativa; la base de sustentación del gobierno nominalmente encabezado por Alberto consiste en el vínculo emotivo que Cristina ha forjado con quienes viven en el conurbano; parece ser tan fuerte que no les importa nada la corrupción rampante que era la marca de fábrica de su gobierno. Mal que a muchos les pese, se trata del hecho central de la política argentina. Si por algún motivo el nexo así supuesto se rompiera, el panorama enfrentado por la coalición panperonista que está en el poder se modificaría por completo, pero aun cuando sus integrantes pudieran pensar en un proyecto un tanto más esperanzador que el improvisado por los estrategas del Instituto Patria, las perspectivas ante el país permanecerían sombrías.

Además de debilitar económicamente a la Argentina productiva con el pretexto de estar combatiendo así la pobreza, los kirchneristas están librando una guerra cultural feroz contra la clase media que comparte valores que podrían calificarse de “primermundistas”. Como en efecto confesó el ministro de Salud, Ginés González García, es por una cuestión de “imagen” o “gestualidades” que el gobernador bonaerense Axel Kiciloff y quienes lo rodean quieren que “los runners”, porteños se pudran en casa.

La hostilidad que sienten hacia los que, en cuanto les fue permitido, irrumpieron en las calles y parques para correr puede entenderse. Es que los jóvenes y no tan jóvenes que se preocupan por su condición física son representantes cabales de la clase media globalizada. No sólo aquí sino también en muchos otros países, sus integrantes propenden a ser más delgados y más sanos que los demás no por razones netamente económicas sino porque tienen la costumbre de cuidarse. Es por tal razón que, a diferencia de lo que sucedía en el pasado no tan remoto, la obesidad, un mal que se cuenta entre las “comorbilidades” que aumentan mucho los riesgos planteados por Covid-19, en el mundo desarrollado es llamativamente más frecuente en los sectores pobres que en los acomodados, lo que es una mala noticia porque, según las estadísticas, la Argentina es un país en que el sobrepeso se ha hecho epidémico.

Sería razonable, pues, que en vez de ensañarse con los runners, tratándolos como irresponsables desalmados, los intendentes del conurbano estimularan a quienes viven en sus distritos a emularlos sin violar las reglas del distanciamiento social pero, huelga decirlo, a algunos no se les ocurriría hacerlo, acaso porque lo último que quieren es que “los humildes” que dicen proteger adopten hábitos que en su opinión les son ajenos, de ahí el uso de una palabra inglesa para estigmatizarlos e insinuar que lo que hacen es, como dicen los nacionalistas, extranjerizante.

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