sábado, 18 de julio de 2020

AMIA: 26 años de un silencio atroz

Por Santiago Kovadloff
La Argentina sigue siendo, en términos de deuda interna, un país hipotecado con la verdad. Con esa verdad que debería hacerse oír por boca de la justicia.

Hoy, 18 de julio, volvió a escucharse lo que año tras año no deja de ser oído: el silencio impuesto por la prepotencia del crimen a la voz de la verdad. De una verdad amordazada acerca de la complicidad de delincuentes argentinos en el encubrimiento del peor atentado terrorista sufrido por nuestro país.

A 26 años de ese acto criminal que sufrió la República en la más emblemática de sus instituciones judías- la AMIA-, el sistema democrático reestablecido en 1983 sigue evidenciando una dificultad sustancial para hacer de la Justicia la expresión básica de su fortaleza moral.

Los cómplices locales de Hezbollah, el órgano terrorista que concibió y ejecutó el atentado, siguen en libertad. ¿Qué libertad es esa? La que demuestra la impotencia de nuestra democracia para consolidarse y ser lo que debería ser. ¿Si los asesinos están libres, dónde están sepultadas sus víctimas sino en la subestimación y el peor de los desprecios? ¿Y esas muertes del 18 de julio de 1994 no nos están diciendo, con la humillación a la que siguen expuestas, que nuestras propias vidas son menos vidas porque se despliegan fuera del marco de la ley?

La herida sigue abierta. La AMIA sigue estallando en pedazos. La Argentina sigue siendo, a 26 años de esta tragedia, menos que sí misma, insensible a su mejor pasado e incapaz de orientarse hacia su mejor futuro.

¿Qué hicimos y qué haremos cada 18 de julio? ¿Implorar otra vez? ¿Recibir las condolencias de quienes deberían ofrecernos la verdad sobre lo ocurrido? ¿Qué significa, en este estado de cosas, hablar de la grandeza de nuestra Nación cuando los hechos atroces que tuvieron lugar aquí la fuerzan a permanecer empantanada en el silencio, la prepotencia y la impunidad de los asesinos? Si la verdad no tiene porvenir entre nosotros, tampoco lo tendrá la democracia.

Sí, en cambio, lo tiene y lo tendrá el reino del simulacro, del encubrimiento, de las muertes rifadas a la corrupción. No queremos ni debemos limitarnos a recordar lo sucedido. No queremos llorar solamente a nuestros muertos con el agobio de lo que seguimos siendo: argentinos expuestos a la impunidad de la barbarie.

Lloremos, sí. Pero exijamos también. Una y mil veces hagamos oír la voz del corazón y la pasión por la ley y el derecho que no se rinden a la resignación. La Argentina seguirá teniendo un futuro clausurado mientras tenga un pasado envilecido por la mentira.

¿Y qué diremos de la muerte de Alberto Nisman? ¿En la cabeza de quiénes sino de todos nosotros como nación estalló ese balazo que le arrebató la vida a un fiscal de la Nación empeñado en no traicionar la estatura moral de su investidura? ¿Es que habrá que resignarse a aceptar que ese crimen es el destino invariable de todo aquel que en este país se atreva a llamar delito al delito y traición a la patria a la traición a la patria?

No será así mientras sigamos convencidos de la necesidad de infundir consistencia cívica a nuestro dolor. No permitamos que ante el horror de lo sucedido prevalezca para siempre la idea perversa de que lo que pasó fue una tragedia exclusivamente judía. Fue esencial, medularmente, una tragedia nacional. El 18 de julio debe, por eso, ser día de duelo nacional. No solo por los muertos sembrados entonces. También por los vivos que aún no sabemos ser.

© La Nación

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