sábado, 30 de mayo de 2020

Temor al colapso

Por Roberto García
Justo el próximo 2, aniversario del nacimiento del Marqués de Sade, y dos días antes de la primera asuncion de Juan Perón al gobierno en 1946, se viven las horas definitivas o pausadas sobre la negociación de una deuda clave que ingresa a su punto culminante, con algunos fondos (caso Fintech, de David Martínez) que contemporizan con la corregida propuesta de Guzmán, y otros grupos más poderosos –BlackRock, por ejemplo– que reclaman una ampliación de la sustentabilidad para pagar de la Argentina.

Diferencias, según las mentas: piso de 47 unos, 54 los otros. Por citar algunas distinciones. Curioso mundo el de la transacción entre el país y sus acreedores: no solo difieren las partes, también los que integran la controversia. Primero, la relación del ministro con sus oponentes, quienes no solo le imputan intransigencia académica más que comercial, también cierto desprecio en el tratamiento personal que obviamente debe ser mutuo. Por ejemplo, dicen que Guzmán –al margen de que al principio evitaba los contactos con sus rivales– en los últimos tiempos, aparte del zoom, respondía con mensajes escritos en lugar de sostener conversaciones cuando en esta materia es imprescindible el diálogo. Se supone. O que hasta disputa con quienes más se le acercaron, caso del mexicano Martínez, de frecuente consulta del kirchnerismo. Aun así, se reconoce que la aproximación de ciertos personajes a las tertulias, más oficiosos quizás que oficiales, despejó ciertas dudas sobre la actitud del Gobierno. Ya parecen convencidos los acreedores de que Alberto Fernández no miente cuando afirma que detesta el default, añaden a ese capital ciertas participaciones de Miguel Galucchio, ex titular de YPF con Cristina, y quien debe intentar aportes no solo por su propia cuenta: fácil imaginar que su vecina barrial consiente sus intervenciones, al margen del pasado común y de que ahora hizo ingresar al CEO de YPF. Queda, entre otros, un participante activo no solo de la política: Sergio Massa, quien –debe recordarse–, como uno de sus primeros actos cuando asumieron los Fernández, viajó a los Estados Unidos para iniciar conversaciones con los fondos.

No menores, destacan en el mundo de la diplomacia, han sido algunas gestiones de Jorge Argüello, el embajador en Washington, de particular relación con algunos reclamantes. Casi un equipo, en apariencia. Ese universo de correveidile ha tropezado en más de una ocasión con Guzmán, ahora más concesivo en sus contraofertas, más allá de que defiendan los mismos intereses. Un cuadro semejante de fisuras también sucede con el paquete de acreedores, los que sí albergan una confusión de intereses por la naturaleza de los títulos que poseen, con más garantías o exigencias unos que otros, y la peculiaridad de que los bonos emitidos por Macri son menos complicados para negociar que los dictados en tiempos de Néstor y Cristina.

Por supuesto, no es la única diferencia entre los fondos –que, para ser justos, también han retrocedido en sus demandas, quizás por el virus o alguna otra influencia– unos son más sensibles ante la crisis debido a que han ahorrado en activos financieros de la Argentina junto con inversiones que enterraron en el país. O sea que, si hay default, podrían perder dos veces. Situación inversa a la de los que solo compraron papeles y consideran que tarde o temprano la Justicia de Nueva York les proveerá la razón. De ahí, se entiende, surgen los criterios controversiales en ese conglomerado de acreedores tan vasto. Mientras, como si en general se aceptara un acuerdo probable para el 2 de junio, cierta correspondencia formal ha comenzado con el FMI –el otro capítulo a seguir luego de los acreeedores privados– sobre la reforma tributaria que el Gobierno parece dispuesto a comprometer. Para el mandatario, el conflicto con los bonistas es un satélite molesto del planeta virus, ya que la contaduría de bajas sanitarias, infectados, camas y muertos le revoluciona la cabeza junto a un simulacro matemático –disciplina en la cual el Gobierno no ha descollado de acuerdo a sus filminas– que le nubla el sueño cuando algunos expertos del rubro le señalan eventuales números del pico que podría alcanzar la propagación de la plaga.

Aunque viaje por el interior, haga proselitismo a cara descubierta y se empareje al calzarse los zapatos –con más fortuna hasta el momento– con el resto de jefes de Estado. El ascenso en las encuestas también le ha facilitado tentarse con una oratoria semejante a la de Perón en el 45, pero sin las barras de oro de que el General disponía en el Banco Central. Igual, aunque no lo diga, guarda una esperanza para saltear el virus: le han señalado que, a partir de julio o agosto, si no ocurren inconvenientes, aparecería un remedio de bajo costo y fácil producción, que en 48 horas podría inhabilitar al apestoso huésped que provoca más miedo que muertes. Al menos, reducir su letalidad. No solo se ensaya en la Argentina, varios laboratorios del mundo en forma concurrente se han integrado en esta experiencia terapéutica, y uno de sus puntales empresarios, quizás el mayor del país, conserva una óptima relación con Cristina desde Néstor en vida.

Esto no lo ignora y, además, hace casi dos meses se advirtió sobre el proceso en este medio periodístico. Si fuera una zanahoria, ese remedio también podría contener un cerebro que pugna en su núcleo con sectores dispuestos a una apertura paulatina de la cuarentena (en particular, los del sector vinculado a la economía) y otros juran pavorosa fidelidad al consejo de epidemiólogos que,si fuera por ellos, cerrarían más el tránsito y la circulación.

Tremenda disyuntiva interna, también padecida por Rodríguez Larreta y Kicillof, aterrados con la angustia de que un error de cálculo pueda producir un colapso sanitario y una explosión de víctimas que, a pesar de lo penoso, hasta ahora ha sido limitada e inferior a la de otros países. Guste o no, la palabra de los infectólogos por ahora es sagrada. Y une a los gobernantes, aunque discrepen adentro y afuera.

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