martes, 12 de mayo de 2020

Encuentro en la tercera fase

Por Manuel Vicent
Primera fase. Es cierto que los únicos paraísos verdaderos son los paraísos perdidos. Puede que Caín en su viaje al este del Edén encontrara en el confín del desierto la ciudad de Babel llena de teatros, bibliotecas, museos, librerías, cabarets y discotecas alrededor de una gigantesca torre helicoidal, que solo era la columna de palabras que emanaba de la confusión de lenguas.

Entre todas las oportunidades que le deparaba la maldita libertad adquirida mediante el castigo de su creador, Caín optó por ser saxofonista de jazz. Toda la música que arrancaba de su instrumento en los garitos estaba inspirada en aquel sentimiento del pasado cuando entre los helechos arborescente se sentía inmortal. La historia del arte y de la literatura, el desarrollo de la ciencia y de la industria es la forma de retornar a aquel estado de la felicidad que no era distinta de la propia naturaleza. De hecho, Babel fue para Caín solo una ciudad de paso en su huida detrás de un sueño, puesto que hoy toca el saxo con gran éxito en el Village Vanguard de Manhattan.

Segunda fase. El poeta Friedrich Hölderlin nació en 1770 en Lauffen am Neckar (Suabia) y a los 35 años alcanzó el estado de la locura que le permitía hablar una mezcla de alemán, griego y latín hasta el punto de hacer confuso y sublime su lenguaje. Perdido por los bosques de Tubinga, se dedicaba a gritar contra el viento toda la sabiduría griega aprendida en hexámetros hasta que unos amigos lograron ingresarle en un sanatorio, pero un ebanista llamado Zimmer, que había leído sus versos, decidió sacarlo de la clínica y llevárselo a casa, en cuyo desván el poeta permaneció confinado hasta su muerte. Durante los 36 años de encierro Hölderlin se dedicó a recrear el paraíso perdido en el que convivían los dioses de la antigüedad e hizo “volar su alma como la abeja entre las flores hacia las alturas de Corinto” hasta lograr que aquellos mares azules de Grecia llegaran al pie del desván de Tubinga donde estaba encerrado. “Vacilante, seguí mi camino, llegué hasta el mar y contemplé las olas…”. La recreación literaria e idealista del Mediterráneo se la debemos en gran parte a este poeta confinado, que desde el interior de la niebla imaginaba ninfas bailando en torno a los manantiales del Parnaso, dioses de mármol derribados en medio de viñas de moscatel, orgías de Dionisos, horizontes tan limpios como el perfil de Apolo. Si Hölderlin hubiera bajado hasta ese país celeste soñado, donde florecen los limoneros, habría encontrado solo mujerucas vestidas de negro y hombres oscuros con bigotes en forma de vencejo. Los templos dedicados a los dioses del Olimpo habían sido sustituidos por iglesias iluminadas con putrefactas lámparas votivas. Por fortuna de la antigua Grecia solo quedan derribados capiteles y columnas de sus templos inexistentes y dioses con el sexo y la nariz rota.

Tercera fase. Confín es la línea ideal que marca los límites de un territorio o el punto más lejano que se alcanza con los ojos y también el extremo del viaje por la ruta de la memoria. Por mi parte, en el confinamiento al que nos ha sometido la peste de la covid-19, la lectura de Hölderlin me ha permitido volver a imaginar el Mediterráneo como la línea azul posible o tal vez inalcanzable de este inminente verano. Ese mar es el de la infancia que se refleja en los cuadros de Sorolla, el de los niños desnudos bañándose con la luz del sol dentro del agua. Entre todos los cuadros que pintó en Xàbia en 1909 prefiero el de ese niño desnudo que echa a navegar entre las olas un pequeño balandro de juguete. Siempre he creído que ese pequeño velero de papel es el único barco verdadero porque lleva a bordo todos los sueños que se van a desarrollar a lo largo de la vida. En ese balandro he navegado por todas las islas de Mediterráneo, por las de Formentera e Ibiza todavía en estado preternatural, por las del Jónico y el Egeo, y en él atraqué en todos los puertos que Kavafis recomienza demorarse antes de llegar a Ítaca. Mientras la brisa traía de una cercana verbena los sones de una canción de Mustaki que cantaba Melina Mercuri, desde la cubierta de ese barco de papel descubrí una noche que el cielo estrellado del Mediterráneo era un cuadro de Joan Miró. Las constelaciones estaban formadas por signos algebraicos, ojos azules, pájaros amarillos y sexos femeninos. Amenazado por la peste, desde el confinamiento de la pandemia trato de recobrar ese paraíso perdido que en este caso será poder llegar a un encuentro en la tercera fase con el mar de la niñez, con el silencio neumático del oleaje que resuena en la memoria, con las barcas de pesca varadas en la orilla que proyectan una sombra violeta en la arena, como en los cuadros de Sorolla.

© El País (España)

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