jueves, 26 de marzo de 2020

Gritos en el pasillo

Por Isabel Coixet
Los hospitales me desorientan y procuro evitarlos a toda costa. Hoy he acompañado a alguien cercano a urgencias y hemos pasado unas cuantas horas esperando en el pasillo los resultados de diferentes tests. Acudir a urgencias es algo que sólo he hecho tres veces en mi vida y la última pasé un mes en el hospital. Desde entonces, procuro no pisarlos, albergan demasiados recuerdos dolorosos y fantasmas de personas queridas doblándose de dolor sin remedio. 

Este hospital es hoy el único que admite en Barcelona gente de urgencias. Todos los demás están colapsados. Después de tomarnos la temperatura, nos dicen que esperemos. Que ya nos dirán algo.

El tiempo pasa lentamente aquí, como si estuviéramos arando con bueyes ciegos. Una mujer que va delante de nosotros se intenta levantar de la silla de ruedas y se marea y se cae. Los enfermeros la riñen, claro. Ella se pone a llorar. Le preguntan si va acompañada. No, está sola, dice. Y empieza a gritar: «A mí nadie me ve, nadie me ve, nadie me ve». Se la llevan en una camilla. Un hombre incontinente mea la camilla. Una enfermera suspira resignada. Una mujer sangra por la frente y también suspira. La persona a la que acompaño me dice «Aquí sólo vienen los dementes». «Es verdad, ¿nos vamos?, ¿te encuentras mejor?». «Tengo frío, en los hospitales siempre hace frío». Y esta luz, pienso yo, está luz fría y metálica, de interrogatorio. Tranquila, ya vas a ver cómo te dan un calmante o algo. Algo te darán. Piensa en que mañana estarás mejor. Mañana. ¿Cómo decidir cuándo ir a urgencias? Es una de las decisiones mas difíciles: ¿vas a la primera de cambio?, ¿aprietas los dientes y respiras rezando hasta que se te pase? ¿Qué hacer? ¿Qué hacemos? ¿Dónde está el prospecto de esta vida absurda y extraña con las instrucciones de lo que hay que hacer o evitar?

Buscando la cafetería del hospital, pulso el botón equivocado y el ascensor me deja en un largo pasillo completamente vacío. Avanzo por él, pensando que no puede ser que la cafetería esté aquí. Llego al final sin cruzarme con nadie. Me duele la cabeza porque necesito un café. El pasillo da a un sótano. Entro en él y veo un enorme depósito de sábanas manchadas de fluidos corporales. Es una pura instalación de Boltanski. Pero nadie va a pagar por ver esto. Alguien pagaría por verlo desaparecer. A esto nos vemos reducidos, a sangre, a orina, a mierda, a mocos. Manchas caprichosas en las sábanas de un hospital. Retrocedo. Encuentro por fin la cafetería. Noto físicamente cómo el café me perfora el cerebro y abre una grieta en el dolor de cabeza.

Cuando consigo volver con mi acompañante, todavía no le han dicho si se queda o si se va. Si lo que tiene es pasajero o va a durar. Me dice: «¿Te has fijado que aquí nadie lleva mascarilla?». Es verdad. ¿Será que las mascarillas no sirven para nada? Vuelven los gritos de la mujer a la que no ve nadie. Mi acompañante dice: «Mira, a mí la mascarilla me da igual, yo lo que necesito son tapones para los oídos porque esta tabarra no hay quien la aguante». Lo dice tan convencida que me da la risa. Y ella también se ríe. Se me escapa un suspiro de alivio entre las carcajadas. Mientras nos quede la risa. Al menos, eso.

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