miércoles, 26 de febrero de 2020

¿Será Cristina tan diferente de nosotros?


Por Loris Zanatta (*)

No sé si los italianos tenemos la mafia en los genes y la exportamos a donde migremos, según dijo Cristina Kirchner. Para ella es fácil. Gracias a sus antepasados alemanes, su feudo de Santa Cruz es un ejemplo de rigor luterano; gracias a los ancestros suizos del marido, ambos gobernaron la Argentina animados por el más puro puritanismo calvinista. ¿Para qué ofender y ofenderse? 

El humorismo es una especie de autorretrato; a cada uno, el suyo. Esto no impide que Italia y la Argentina sean dos de los países más parecidos entre sí en el mundo. Pero en un sentido menos superficial; por “cultura” –algo serio– más que por los genes, híbridos e indisciplinados. Tan similares que durante mucho tiempo esperé que la Argentina siguiera los pasos de Italia, que en dos generaciones pasó del fascismo a la democracia y del hambre a la prosperidad. Estaba equivocado. Como muchos, hoy observo resignado “argentinizarse” a Italia.

¿A que me refiero? Nada lo explica mejor que el reciente estudio de un brillante sociólogo italiano, Luca Ricolfi. Para Ricolfi, la italiana es una “sociedad señorial de masas”. Una sociedad rica en la que una minoría de trabajadores mantiene a una mayoría que no trabaja. Por varias razones: demográficas, económicas, culturales. Los ancianos viven mucho y los niños nacen con cuenta gotas; pocas mujeres trabajan y muchos jóvenes no estudian ni buscan empleo. No es que falte trabajo: a las empresas les cuesta encontrar obreros. Falta el trabajo calificado al que creen tener derecho sobre la base de su titulación. Esta sociedad “señorial” tiene mucho tiempo libre y se concede consumos “opulentos”. No son cosas para aristócratas, como lo fueron en otro tiempo: es un fenómeno masivo. ¡Ay de no reservar mesa en el restaurante con varios días de anticipación!, ¡ay de no avisar con tiempo al masajista del spa! Comida gourmet y cuidado corporal, vacaciones exóticas y gadgets electrónicos: el boom es imparable. Solo por dar una cifra: el gasto en juegos de azar supera el presupuesto de salud.

Sin embargo, algo no está bien. ¿Italia es realmente tan rica? ¿Puede permitirse tantos lujos? Suena raro, porque su economía está estancada, no ha crecido en diez años. Por el contrario: retrocede, se tambalea. De ahí la pregunta: ¿quién paga la cuenta? Las respuestas de Ricolfi, cifras en mano, no dejan dudas. En primer lugar, tal opulencia no sería posible sin una amplia red económica casi esclavista, en su mayoría poblada por inmigrantes. Ellos son los que cuidan por poco dinero a nuestros ancianos y nos llevan las comidas a casa, quienes recogen la fruta en los campos y limpian los baños en las estaciones.

Pero eso no es todo. Si Italia trabaja cada vez menos pero consume cada vez más es porque está gastando la riqueza acumulada por los ancianos: los padres, la de los abuelos, y los hijos, la de los padres. La herencia está literalmente siendo derrochada. No desde hoy, en realidad. Hace cincuenta años que el Estado acumula deuda alimentando la ficción de que somos más ricos de lo que somos. Hoy en día la deuda se volvió una camisa de fuerza que impide despegar. ¿Los nietos todavía encontrarán algo?

Se dirá que este es el caso en todos los países desarrollados. Pero no es verdad. Los números, como siempre, son despiadados; las clasificaciones, concluyentes. Y en ambos Italia siempre está al final. Aquí trabaja el 45% de la población, en Islandia, país líder en estos rankings, el 79%. Y las posiciones son siempre las mismas, ya sea que se mida el crecimiento económico o la productividad laboral, la eficiencia administrativa o la facilidad para abrir negocios. No hay cómo andar de puntillas: hay sociedades basadas en el trabajo y la producción y hay sociedades basadas en la renta y el consumo, como hay casas construidas con criterios antisísmicos y casas que serán arrasadas por el primer terremoto.

¿Cómo se explica esto? Trivializar es algo que se puede hacer en un momento, y nunca faltan excepciones. Para que nadie piense que esta es una obsesión mía, dejemos que lo cuente Ricolfi: la “sociedad señorial de masas” prospera en los países católicos; Bélgica, España y

Francia están a un paso de seguir a Italia en el club. Los países cristianos ortodoxos están en el medio y los protestantes, en el extremo opuesto. Es una vieja historia: a lo mejor Weber había dado en el blanco sobre la ética protestante del capitalismo...

En todo esto no hay nada malo: nadie es mejor y nadie es peor. No seré yo quien se erija en gendarme moralista. Disfrutar la vida no es pecado. Dentro de cien años, profetizó Keynes en 1928, “el problema económico será solucionado” y el hombre podrá usar su tiempo libre para cultivarse. Bueno, hemos llegado. Ojalá les toque pronto a todos aquellos que aún no lo han logrado. ¿O no? ¿O no es así como funciona? ¿Puede un país permitirse ser “señorial” sin crecer? La verdad es que la primavera de una sociedad de ese tipo está destinada a ser efímera. De hecho, el otoño ya ha llegado. Todos los datos socioeconómicos hablan claramente: Italia es un país en decadencia, un paso a la vez, una “argentinización lenta”, escribe Ricolfi. ¿Pero qué tiene que ver la Argentina con eso? No es una “sociedad señorial de masas”. Es demasiado pobre para serlo. Sin embargo, tiene muchos de sus rasgos. Acaso la vocación “señorial” es más una cuestión cultural que socioeconómica. ¿Será por esto que en lugar de despegar, como todos profetizaban, se hundió?

Al igual que Italia, la Argentina se ha acostumbrado a vivir por encima de sus posibilidades, a anteponer las rentas al trabajo, el consumo a la producción. Ambos países evadimos impuestos y tenemos enormes economías sumergidas. No premiamos el saludable individualismo de quienes intentan emerger con talento y sacrificio, sino el conformismo de quienes corean consignas gastadas. Estamos entre los países menos productivos de nuestras regiones, con el mercado laboral más rígido y la administración pública más ineficiente. Quienes aspiran a hacer negocios encuentran enormes obstáculos burocráticos y sindicales. En el ranking de la “libertad económica en el mundo”, Italia ocupa el puesto 80, después de las islas Fiji; la Argentina, el 148, después de Gambia. Pero eso sí, combatimos el “neoliberalismo”. Formamos especialistas de la “resistencia antiliberal”, héroes de la comicidad involuntaria, luchadores contra los fantasmas, como si ese fuera nuestro problema. En lugar de exigir más y preparar mejor, nuestras universidades asignan títulos cada vez más devaluados, irrelevantes para la vida real.

Hasta cuando, llegada la hora del ajuste de cuentas, los italianos y los argentinos somos campeones en compadecernos, en hacernos las víctimas, en acusar al destino y a los “enemigos”. La culpa es del euro y de Europa, dicen los italianos mientras los otros europeos siguen progresando. La culpa es de la deuda, les hacen eco los argentinos, confundiendo el efecto con la causa. No es sorprendente que no crezcamos, que el ascensor social esté roto, que corramos cantando y batiendo el parche hacia el barranco. Pero al final siempre nos absolvemos a nosotros mismos y seguimos nuestro camino. ¿Será la señora Kirchner tan diferente de nosotros?

(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia

© La Nación

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