domingo, 12 de enero de 2020

El hombre junto al que pude morir

Por Arturo Pérez-Reverte
Está en casa Paco Custodio, tomando un café. Jubilado hace años, el veterano cámara de TVE sigue igual, aunque con canas en el pelo rizado y el bigote de mosquetero. Llevábamos tiempo sin vernos. Con Márquez, otro de mis compañeros habituales de entonces, a quien dediqué Territorio comanche, tengo más contacto; nos vemos o lo telefoneo a menudo para escuchar su voz de carraca vieja, que tantos recuerdos me suscita. A Paco Custodio, sin embargo, lo he visto menos: tres o cuatro veces desde que dejé la tele. Sin embargo, es parte importante de mi vida. Y casi lo fue de mi muerte.

La última vez que trabajamos juntos fue durante una larga temporada en Sarajevo, hasta que Paco echó cuentas y dijo aquí palma un periodista cada equis días y ya nos toca, compañero. Así que quisiera cambiar de aires. Eso me dijo una noche a la luz de una vela –habían matado a nuestra amiga Jasmina un par de días antes– y se me quedó mirando. Me pareció bien. Había cumplido como los buenos; más allá del deber, como suele decirse, jugándosela cada día en la calle bajo las bombas para cubrir telediarios. Era un tipo valiente que, como nos pasa a todos tarde o temprano, rondaba el límite. Así que lo dejé irse como el amigo que era; su ayudante Miguel de la Fuente cogió la cámara y todo siguió su curso natural. Siempre agradecí a Paco aquella larga y dura campaña. Su lealtad profesional y su entereza. Y mi afecto por él se mantuvo intacto.

El origen de ese afecto, sin embargo, era anterior a Sarajevo. Lo que nos unió para siempre, aunque nos hayamos visto poco en estos veintiséis años, ocurrió en Mozambique en 1990, haciendo un reportaje sobre la guerra civil que se emitió con el título de El expreso de Beira. Fue un viaje sucio y difícil, agotador, con largas marchas por la selva, mosquitos asesinos, el río Shire cruzado en piraguas entre cocodrilos y cosas así. Nos escoltaba media docena de guerrilleros jovencitos; y una noche, cerca de Gorongosa o más bien en mitad de la nada, descansando en la choza de un campamento donde había otros guerrilleros, oímos claramente –hablaban en portugués– al jefe local, un tipo abyecto que estaba borracho como un cerdo, planificar con el jefe de la escolta –lo llamábamos comandante Fernando– nuestro asesinato para quedarse con nuestros relojes, nuestras botas, nuestra cámara y nuestro dinero. Lo haremos por la mañana, decía, cuando abandonen el campamento. Y diremos que los mató el ejército en una emboscada.

No fue una noche agradable, como pueden suponer. Imaginen la espera. El tercer miembro del equipo, un joven ayudante de sonido que estaba en su primer reportaje, enloqueció de terror, quería salir y suplicar que no nos mataran; así que tuvimos que taparle la boca, y le puse mi navaja en el cuello mientras le susurraba al oído que si gritaba alertándolos, quien le cortaba la garganta era yo. No fue mi noche más tierna ni amable, lo confieso. Paco, por su parte, se comportó con una calma y una resignación profesional extraordinarias. En voz baja discutimos planes para escapar, pero estábamos en una selva desconocida y nuestras posibilidades eran mínimas. Así que resolvimos jugárnosla por la mañana. Al menor indicio de peligro, acordamos, nos liamos a hostias, intentamos quitarles un Kalashnikov, corremos a la selva y que salga el sol por Antequera.

Salimos al amanecer. Antes, Paco y yo nos dimos un fuerte abrazo. Yo dije: «Siento haberos metido en esto» y él respondió muy sereno: «Haremos lo que podamos». Pusimos al ayudante en medio y emprendimos la marcha, tensos, pendientes de cada movimiento de nuestros escoltas. Pero caminábamos y nada ocurría. Se les veía muy relajados, a lo suyo. Entonces me acerqué al comandante Fernando. «¿Tudo bem, comandante?», le pregunté, cauto. Me miró con una amplia sonrisa y puso una mano en mi hombro, tranquilizador. «Tudo bem, amigo», respondió. Entonces comprendí que sólo le había estado siguiendo la corriente al jefe borracho del campamento. Y seguimos caminando.

Así que ahora, en casa, contemplo el bigotazo de Paco, su cara honrada de buena persona, mientras me cuenta su vida de jubilata, los viajes que hace en caravana y esa clase de cosas. Y casi no lo escucho, porque en realidad estoy recordándolo a oscuras en aquella choza de Mozambique, sereno pese a la situación, abrazándose luego conmigo en la luz sucia del amanecer que nos hizo temblar, y no de frío. Así que, de pronto, lo interrumpo diciendo: «Tudo bem». Y él se detiene, me mira con una gran sonrisa, asiente con la cabeza y responde: «Tudo bem, amigo».

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