domingo, 17 de noviembre de 2019

América: la era de la anarquía zombie

Por Gustavo González
Un diplomático como Jorge Faurie sabe que si en un país la policía se amotina y los militares le piden a un presidente que renuncie, eso es un golpe de Estado.

Y sabe que, siendo la Argentina líder en la región en la condena a cualquier intervención militar en los procesos democráticos de un país, la Cancillería debe emitir de inmediato un comunicado de rechazo cuando eso ocurra. Más allá de la opinión que se tenga del mandatario depuesto.

No haberlo hecho en el caso de Bolivia significa que el Presidente le indicó que no siguiera esa lógica. Que fue lo que sucedió, según fuentes cercanas al jefe de Estado, después de que el canciller le informara que dos de los socios internacionales más importantes del Gobierno, Trump y Bolsonaro, tampoco hablarían de golpe. Faurie también le habría anticipado que tanto los Estados Unidos como Brasil reconocerían de inmediato al nuevo gobierno.

Así, la decisión de contradecir la histórica posición argentina sería el resultado de privilegiar el actual posicionamiento estratégico del país. En tal caso, no se trataría de una determinación frívola y apresurada de Macri. Sino de un peligroso error político.

Lógica macrista en off the record. En el Gobierno responden que quienes pensamos que se trató de un grave error analizamos con categorías viejas los sucesos actuales.

Es interesante conocer el razonamiento extraoficial que rodeó aquella decisión.

Uno de sus estrategas más agudos lo explica así: “Hoy la inestabilidad es la norma. Las democracias están en crisis, no logran dar respuestas adecuadas, sean gobiernos de izquierda o de derecha. Pasa en Bolivia, Chile, en Ecuador. Más allá de lo que los gobiernos podamos calificar o de emitir declaraciones sobre lo que ocurrió con Evo, a la gente en las calles no le importa. Lo mismo le pasa a Piñera, cualquier medida que tomaba para encaminar la crisis chocaba con el clima social de Chile. Ni siquiera la represión es lo que era. A los gobiernos les cuesta mucho usar la fuerza. En la práctica, los celulares son aliados de cualquier protesta, más allá de la ideología, porque un manifestante tirándole un cascote a un policía no conmueve, pero sí conmueve un policía reprimiendo a ese manifestante. Sin importar que la policía sea la que tiene el monopolio de la fuerza en una democracia. Es lo que está pasando ahora tanto en Bolivia como en Hong Kong”.

Coincido con esa descripción del malestar global con la democracia. La idea de la expansión de la globalización asociada al desarrollo del capitalismo no se cumplió como se preveía. La expectativa era que habría una mayor prosperidad, en especial para las grandes potencias capitalistas. Pero ocurrió lo contrario: es en las grandes potencias donde más se verifica el malestar con ese desarrollo global que deterioró la calidad de vida de muchos.

Trump es el mayor exponente de la porción de estadounidenses que perdió ingresos o perdió su trabajo por la ampliación del comercio internacional. Son los mismos que se rebelan ante la corrección política de la igualdad de género o la convivencia con religiones diferentes a las que conocían.

Bolsonaro también es un espejo sin filtro de los miedos del brasileño medio frente a una globalización posmoderna. La respuesta a un liberalismo cultural que daba por cierto que un negro y un blanco eran iguales, que no había razón para que las mujeres tuvieran menos derechos, que cada uno podía decidir sobre su cuerpo o que las religiones no representaban doctrinas naturales.

Modernidad reloaded. Trump, Bolsonaro, Maduro, Ortega, Cuba, el golpe en Bolivia, el fin de la vía chilena al liberalismo, el regreso del peronismo a la Argentina. Es una América que vuelve a la modernidad setentista, con líderes extremos como también había entonces, aunque degradados por el efecto farsesco que suele ocasionar la repetición de la historia. En medio de un mundo que va en el mismo sentido, con Putin y China recreando la vieja Guerra Fría con Occidente; y siempre con un Kim sentado frente a un botón nuclear en Corea del Norte.

La recuperación de relatos épicos, el retorno asustado de los nacionalismos y de las creencias religiosas, son todas características de la modernidad. La diferencia es que, al resucitarlas, esas características se mezclaron con el típico escepticismo posmoderno. El resultado es esta anarquía zombie, legítima, políticamente lábil, casi desideologizada, que va desde París y Barcelona hasta La Paz y Santiago de Chile.

Las religiones tradicionales regresaron con la fuerza de la hipermodernidad y como respuesta a la fe light de la posmodernidad y a la incertidumbre con el futuro. De allí la senadora Jeanine Añez llegando para reemplazar a Morales con una Biblia gigante en sus manos. O el evangelismo de Bolsonaro, orando con sus ojos cerrados en cadena nacional.

La derrota de Macri es el símbolo de una región que vuelve a la modernidad y deja atrás a un gobernante posmo como él, globalizado, pragmático y culturalmente liberal.

Porque Macri no solo perdió por sus resultados económicos y porque el peronismo se unió. Su derrota también representa la respuesta de un sector social a un futuro incierto y global, aferrándose a valores más tradicionales como el peronismo (Alberto Fernández), la mística (Cristina), la experiencia y los éxitos del pasado (Lavagna) o la religión y el nacionalismo (Gómez Centurión).

Para qué gobernar. Los líderes políticos no están para prepararse bien a la espera de que los vientos de cada época los eleven al poder. O para aterrizar de la mejor forma cuando cambia el clima de época.

Ni siquiera están para hacer el análisis acertado sobre el contexto social que rodea la crisis de América y justificar la decisión de no cuestionar con dureza un golpe.

Los gobernantes tienen una obligación mayor: intentar incidir en el devenir de las cosas, para que sucedan de la forma en que crean que serán más beneficiosas para el país. Incluso a riesgo de no lograrlo.

No es suficiente decir que el mundo es complejo o que líderes como Trump o Bolsonaro tampoco repudiaron el golpe en Bolivia.

Macri igual debería haberlo hecho (tampoco eso por sí solo hubiera arriesgado las relaciones con los EE.UU. y Brasil). Hacer honor a una política de Estado que convirtió a la Argentina en referente regional de la condena a cualquier tipo de intervención militar.

El país logró ese liderazgo mostrando las heridas que le dejó su pasado y la forma en que lo superó, castigando los delitos de militares que habían desplazado a un gobierno constitucional.

Macri tendría que haber acompañado a la OEA en su crítica a las irregularidades que el organismo detectó en las últimas elecciones bolivianas (la OEA consideró que fueron ganadas por Morales, pero no con la diferencia suficiente para evitar el ballottage) e instar a que esas elecciones se realizaran en los tiempos previstos.

Podría adicionalmente criticar las maniobras de Morales para aferrarse al poder forzando una cuarta elección consecutiva, pero nunca dejar abierta la posibilidad de que los militares vuelvan a indicarle a un presidente civil que debe renunciar.

Como bien señalaba al principio el estratega macrista, las sociedades están muy convulsionadas.

Por eso es muy peligroso que un gobierno argentino haya sembrado dudas sobre un eje central de la democracia.

© Perfil.com

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