domingo, 22 de septiembre de 2019

Los rojos no usaban sombrero

Por Arturo Pérez-Reverte
Lo digo de guasa, naturalmente. No se alarmen. Es un título trampa, para que me lean. Me limito a recordar la frase publicitaria de un sombrerero de Madrid de los años 40, sectaria pero impactante, Los rojos no usaban sombrero: un clásico en la historia de la publicidad en España. Me viene a la memoria porque varias veces mencioné los sombreros en esta página, y un lector pregunta la causa; por qué los uso y desde cuándo. Y como hoy no se me ocurre nada mejor, hablaré del asunto.

Los sombreros me son familiares desde hace mucho, por razones profesionales. En mis tiempos de reportero dicharachero de Barrio Sésamo, el trabajo lo realizaba con frecuencia en lugares donde el sol era un castigo. Así que en los años 70 empecé a utilizar lo que entonces llamábamos sombrero de jungla, hoy conocido bajo otros nombres, pero entonces de uso casi exclusivamente militar. Tenía uno de lona verde, del ejército inglés. Y en el Sáhara, en Eritrea, en el Líbano, en Chad, en Iraq, me ahorró muchas insolaciones, sobre todo en esas duras caminatas en las que durante semanas la única sombra que encontrabas era la de tu sombrero.

Aquella vida, como digo, me habituó a ir cubierto. Después, el cambio de costumbres relegó esa prenda al campo y al mar. Pero hace unos diez años, el sombrero volvió a formar parte de mi vida. Las razones son varias. De una parte, aunque suelo vestir de modo informal, con chaqueta y pantalones chinos en verano y con pantalones de pana y chaquetas de tweed en invierno, cuando salgo a la calle o viajo intento mantener una apariencia correcta, por respeto hacia mí mismo y hacia mis lectores. Y el sombrero aporta utilidades específicas. Por una parte, protege del frío y la lluvia. Por otra, tengo 68 tacos de almanaque, el pelo ya me clarea y lo llevo muy corto, lo que me expone a los rayos del sol, y eso no es bueno. Además no me gustan las gorras de béisbol, ni esos gorros de pescador que se llevan para el sol o la lluvia. Así que el sombrero clásico es una solución práctica. Y también, en estos tiempos de general desaliño, gorras al revés, chanclas y calzoncillos, tiene su punto complementario de desafío. De personal chulería.

Un sombrero, si me permiten que lo diga, no puede llevarlo cualquiera. Ni de cualquier manera. Ni cualquier sombrero. Es ridículo en quien no sabe llevarlo y delicado en quien sabe. Hay fulanos que se lo ponen como si llevaran un gorro y quedan como para darles un escopetazo, por no hablar de quienes lo conservan puesto, o la gorra, cuando están en un restaurante. Y lo de usar el sombrero adecuado para cada uno y cada situación no es ninguna tontería. Hay cabezones a los que van bien alas más anchas tipo Fedora, mientras que otros preferimos el ala mediana de un Trilby de copa no demasiado baja –de ese otro de ala cortísima que usan cantantes y músicos tengo orden de alejamiento–. Hablo de fieltros para el invierno, mientras que en verano la prenda obligada es un panamá, del que los mejores son los ecuatorianos Montecristi, aunque hay otros asequibles de buena calidad. En cuanto a los fieltros, conviene tener un par de los que duran toda la vida –aunque encogen ligeramente con el uso–, de colores discretos y combinables con abrigos y chaquetas. Un Borsalino, por ejemplo, que no es un modelo sino una marca, o un Bates o un Lock ingleses, aunque hay marcas menores muy buenas y elegantes. Yo uso mucho cuando viajo los ligeros de gabardina, válidos para el invierno y para el verano, que son sufridos, baratos y protegen de la lluvia.

Y, bueno. Cubrirse con un sombrero como Dios manda también tiene algo de arte, supongo. De técnica depurada por décadas y centurias de uso masculino. Hasta la forma de colocárselo tiene su aquél. Por supuesto, ni se me ocurre aspirar a manejarlo como hacían mi padre o mi abuelo, con su inimitable forma de tocarse el ala al saludar a alguien de paso, tenerlo en una mano mientras conversaban o ponerlo bajo la silla cuando no había donde colgarlo, con una naturalidad admirable y elegante. Así aprendimos muchos de quienes usamos sombrero las maneras adecuadas, que son casi códigos: descubrirse al saludar a una señora o a un desconocido, saber cómo tenerlo en las manos o dónde dejarlo, quitárselo siempre bajo techo excepto en aeropuertos y estaciones de tren, y todos esos detalles que convierten el sombrero no en un adorno superfluo ni un estorbo, sino en algo útil y, al mismo tiempo, seña de educación de cada cual. En prueba de que en los tiempos que corren, aunque es cierto que todos somos iguales, algunos resultan más iguales que otros.

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