miércoles, 4 de septiembre de 2019

La democracia binaria del pueblo y la oligarquía

Por Pablo Mendelevich
Ningún presidente se fue de la Casa Rosada aclamado por el pueblo como Cristina Kirchner, repetían hasta hace poco los kirchneristas más entusiastas. Se referían al acto del 9 de diciembre de 2015 que le encomendaron organizar a Javier Grosman (el eficaz experto que también había tenido a cargo los festejos del Bicentenario y los funerales de Néstor Kirchner) como único ritual de fin del mandato, ya que la presidenta saliente decidió no asistir a la ceremonia oficial de trasmisión del mando del día siguiente.

Ese comportamiento -el montaje de una despedida mediante un escenario de envergadura con pantallas y parlantes para los asistentes movilizados y el ruidoso boicot a la transferencia institucional del poder- condensa una concepción político institucional de la que forma parte la auroral apropiación del concepto de pueblo por parte del peronismo.

Es bien conocido que la concentración del 17 de octubre de 1945 pasó a la historia con legitimidad cualitativa. Atronó aquel miércoles en plena capital, por primera vez, una clase social suburbana, marginal, que de tan sumergida era invisible. Pero si es por lo cuantitativo, 28 días antes, otro miércoles, el 19 de septiembre de 1945 -muchos argentinos esto lo desconocen-, se vio en Buenos Aires la manifestación callejera más multitudinaria que había habido hasta entonces, récord que la del 17 de octubre no arrebató. Opositora al régimen militar, la llamada Marcha de la Constitución y la Libertad era nítidamente multipartidaria. Estaba encabezada por los principales líderes políticos de la época: los de la Unión Cívica Radical más los radicales antipersonalistas, el Partido Socialista, Partido Comunista, Partido Demócrata Conservador, la Democracia Cristiana y la Democracia Progresista. Una marcha antifascista más antimilitar que antiperonista, cuando el peronismo se hallaba en gestación.

Las columnas tachaban de pronazi, sí, al poderoso vicepresidente Perón, pero su reclamo central era "el gobierno a la Corte", una consigna estrafalaria. La historiografía peronista haría foco, después, en la indignidad nunca probada de que al frente iba codo a codo con los líderes opositores el embajador norteamericano Spruille Braden (cuya bochornosa intromisión durante esos meses, de todos modos, nadie discute). Perón completaba la diatriba con premeditados trazos gruesos. Reducía la protesta multipartidaria a un abominable ataque de "la oligarquía", pese a que la gran mayoría de los 250 o 300 mil manifestantes era de clase media, incluidos numerosos activistas universitarios. "La oligarquía cede y cae o caemos nosotros", amenazaba el coronel poco antes de que se le ocurriera la idea de embutir la antinomia embrionaria en el slogan "Braden o Perón".

Setenta y cuatro años después el kirchnerismo renueva el recurso, ahora llamado grieta, al despreciar con similares armas estigmatizantes la manifestación espontánea de apoyo a Macri que, en el inusual horario de sábado a la caída del sol, confirmó a agosto como mes rico en sorpresas. No era pueblo, era oligarquía. Poco importa que fueran muchos o pocos, al kirchnerismo lo ofendió la ocupación de la calle, propiedad peronista, por eso, como lo advirtieron varios analistas, esa noche los Fernández dieron por finalizada la tregua con Macri. Tal vez cabría anotar un fastidio adicional: el formato reconocimiento popular a presidente saliente (Macri termina el mandato, independientemente de que aspire a otro) también creía tenerlo patentado desde 2015, como si fuera una marca exclusiva, el kirchnerismo.

Aun si se consintiera que Cristina Kirchner dejó el gobierno con altos índices de aprobación (insuficientes, habría que acotar, para que su candidato ganase las elecciones) tampoco es cierto que hubiera sido algo novedoso. A modo de anécdota podría recordarse, primero, que en 1916 Victorino de la Plaza le entregó el bastón y la banda a Yrigoyen (a quien no conocía personalmente) y se fue caminando por la calle entre aplausos de la gente (además de enfrentar los efectos de la Primera Guerra Mundial, De la Plaza había cumplido con la aplicación de la ley Sáenz Peña tras la muerte de su impulsor). Roca salió de la Casa Rosada las dos veces con considerable prestigio. Yrigoyen terminó muy bien la primera vez, lo que contribuyó a que su partido continuara gobernando y seis años más tarde él volviera "plebiscitado". La segunda lo desalojó un golpe de estado cívico militar que, lamentablemente, entusiasmó a medio país. El otro medio le tributó un reconocimiento postrero en 1933. La inmensa multitud reunida en sus exequias recién sería superada en volumen por la marcha del 19 de septiembre de 1945.

El siguiente repitiente, Perón, se convirtió en un caso singular cuando volvió al poder para una tercera presidencia una vez que los militares dejaron de proscribirlo, 17 años después de haberlo sacado.

¿Cómo debería medirse el calor popular de fin de mandato? En una democracia la medida que vale es las de las elecciones. Por eso en general se le presta atención al dato de si el oficialismo conserva el poder o es desplazado por la oposición. Pero en la Argentina este método convencional se complica por tres motivos: la falta de hábito (las elecciones continuadas sólo existen desde 1983); las presidencias inconclusas (de los ocho presidentes que hubo en los últimos 36 años la mitad no completó el mandato previamente establecido) y la particularidad de que el peronismo no funciona como un partido. Computar la derrota de Duhalde en 1999, por ejemplo, como un demérito de la gestión gubernamental de Menem, chocaría con infinitos matices. Cristina Kirchner viene de decir -es otro ejemplo- que el neoliberalismo no debe volver a gobernar nunca más la Argentina, sin detenerse en el detalle de que su corriente, peronista, considera neoliberal al gobierno peronista de Menem.

Así las cosas, la novel democracia argentina, que está hoy muy cerca de cumplir la asignatura pendiente de que por primera vez desde que existe el peronismo un presidente no peronista termine su mandato, no tiene demasiado para celebrar. En la hipótesis de que el mes próximo Macri pierda las elecciones (lo que en términos histórico-estadísticos consolidaría al resorte de la reelección como beneficio exclusivo para presidentes peronistas) vendrán los 44 días de la transición auténtica. Otra fase de la incertidumbre sísmica que comenzó en forma precipitada con las "elecciones preelectorales" de agosto, para las que nadie había previsto efectos desestabilizadores producidos por un inesperado resultado contundente.

Aparte de las imprevisiones, la precariedad de las reglas, los gobernantes imperfectos, la cultura política binaria cruje debajo del suelo. Viene del fondo de la historia. Y no parece estar a punto de ser superada con almibaradas frases de campaña que hablan del fin de la grieta y de una patriótica unidad nacional poco relacionada con la necesidad de digerir el pluralismo.

© La Nación

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