jueves, 26 de septiembre de 2019

Delfines

Por Manuel Vicent
Los delfines suelen transmitir a los navegantes una sensación de belleza y de placer; a los pescadores de arrastre les auguran buenas capturas porque ante su presencia los peces huyen hacia el fondo y según cuentan los viejos marineros, si te vieran naufragar los delfines te llevarían en brazos a la orilla. A los niños que jugábamos entre las ruinas de un balneario bombardeado durante la guerra se nos decía que bajo los escombros había una mujer desnuda.

A menudo, nuestro juego consistía en levantar cascotes con una curiosidad morbosa para verla y pese a nuestro denodado esfuerzo nunca lo conseguimos. Cuando con el tiempo los escombros fueron retirados y el jardín recuperó su antigua belleza finalmente la imagen nos fue revelada. Era un mosaico que contenía la figura de una Venus emergiendo del mar rodeada de delfines azules.

Desde entonces llevo asociada en el subconsciente la belleza a la destrucción, una sensación que volvió a hacerse patente el primer viaje a Creta. Esta vez eran las ruinas del palacio de Cnosos las que se sustentaban en unos mosaicos donde los delfines azules saltaban con una perfecta armonía.

Los delfines de mi niñez sobrevivieron al bombardeo de una guerra civil. Los de Creta pervivieron sobre las ruinas de la historia para sugerir las navegaciones más placenteras. Hace unos días, una barca de pesca trajo a puerto un pequeño delfín enredado en el copo de arrastre, que había muerto al no poder salir a la superficie a respirar y al descuartizarlo se encontró en su estómago, entre otros desperdicios, una zapatilla vieja, varios calcetines, el estuche de unas gafas y un bote de crema solar.

Bajo la ruina moral de nuestra civilización miles de inmigrantes se ahogan en el Mediterráneo sin que los delfines, según la leyenda, puedan devolverlos a la orilla. ¿Cómo podrían hacerlo si llevan la tripa llena de basura humana?

© El País (España)

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