lunes, 1 de julio de 2019

Sorpresas que guardan los días que solo parecen previsibles

Por Santiago Kovadloff
La desmesura romántica nos induce a creer que donde impera la rutina está ausente la pasión. Homologada a la monotonía, reducidas sus posibilidades a la mera repetición, la rutina pierde todo lo que en ella hay de productivo; su esencial fecundidad se convierte en miseria.

Hay sin embargo pasión en la diaria perseverancia del astrónomo que explora la noche de los cielos sin dar, quizá durante años, con una nueva estrella que lo deslumbre.

La hay en el poeta que persevera en el empeño por transformar sus líneas vacilantes en versos que perduren. O en la tenacidad de quien, tras fracasar en el orden que fuere, no se rinde y retoma el camino del esfuerzo.

De modo que la rutina, en todo esto y en mucho más, nada tiene que ver con el hastío. Donde una y otra se equivalen hay una vida maltrecha, un porvenir oscurecido, un sentido que se ha extraviado en la incomprensión.

Cuando está orientada por la pasión y es expresión de un deseo que sabe disciplinar su despliegue sin perder por ello intensidad, la rutina denota una paradoja. Si la fortuna acompaña su práctica, desemboca en lo excepcional, en el hallazgo inesperado y bienvenido que es, finalmente, aquello en función de lo cual se la ejercita. Así lo entendió, sonriendo, ese notable narrador que fue João Guimarães Rosa: "Siempre que algo grande y de importancia se hace, hay un silogismo inconcluso". Lo previsible puede dar lugar a lo imprevisible. Lo infrecuente requiere de lo frecuente para irrumpir. Lo inusual prospera, secretamente, en el suelo insospechado de la costumbre.

La vida cotidiana, con su liturgia de acciones persistentes y significados constantes, responde al imperativo de inscribir nuestras vidas en un escenario de razonable inteligibilidad. Tal vez el próximo martes no lleguemos a vernos como quisiéramos y hoy lo programamos. Podría ocurrir que lo imprevisto pueda más que lo previsible. Pero la necesidad de creer que nos veremos y de planificar ese encuentro como un hecho consumado inscribe lo que somos y anhelamos en un horizonte que se quiere indudable y sin el cual no podemos vivir. Necesitamos confiar en que la realidad se deja configurar por nuestras manos. La finalidad última de la cultura, por lo demás, consiste en sembrar y afianzar significaciones perdurables capaces de atenuar al máximo lo que hay en todo de imponderable.

Enseña George Steiner que los tiempos potenciales de nuestros verbos, los que cumplen función condicional y expresan virtualidades, traducen las incursiones del espíritu en regiones neblinosas de lo real. Con ellos se aspira a infundir claridad indispensable a lo que no la tiene, como para poder concebirlo al alcance de nuestro entendimiento. Hasta allí, nada menos, queremos extender los dominios del discernimiento e infundir cotidianidad a lo que se resiste a inscribirse en ella.

Desde siempre me atrajo la cautela implícita en el giro "Si Dios quiere". Recurrente en boca de tantos y no solo de los creyentes, nos recuerda que las aspiraciones del deseo no revisten valor de certeza y que en todo hay margen para la irrupción de lo que puede desmentirlo; de lo súbito, de lo inesperado y aun de lo ingrato.

La distinción no siempre nítida entre semana laboral y fin de semana aspira a diferenciar y contraponer las imposiciones de lo obligatorio a las libertades de lo placentero, propias del sábado y del clásico domingo. En estos últimos dos, se presume, no reina la rutina, desconociendo que, a veces y por eso, se vuelven más inquietantes que los cinco días usuales de trabajo. Ello se debe a que la libertad de que se dispone en buena parte de esas cuarenta y ocho horas deja aflorar, cuando menos se lo espera, la evidencia de que no se sabe qué hacer con el tiempo incondicionado. Resalta, entonces, la evidencia de un vacío afectivo, la ausencia de un proyecto personal o, sencillamente, de un entretenimiento capaz de absorbernos por un buen rato y atenuar la extrañeza de ser nosotros mismos que nos acosa en horas como esas. En momentos así, nos apremia el secreto anhelo de volver al lunes y que sus exigencias nos pongan a resguardo de ese desconocido súbito que somos y que nos asalta al creer que disponemos de nuestro tiempo.

Emil Cioran estaba en lo cierto: "Vivir de una vez por todas equivale a una crisis continua del orden". Lo imprevisible, homologado ahora al desorden, acosa y agrieta en muchos planos el equilibrio que la cultura se empecina en asegurar. No podría ser de otro modo. Si el hombre es tarea incesante, esfuerzo imperecedero de constitución, se debe a que su insuficiencia se manifiesta una y otra vez. La condición animal nos fue negada. Solo ella está a salvo de las discontinuidades del alma, de su arritmia renovada. De modo que la rutina, concebida como amparo ante esa intemperie, no puede revestir sino carácter de restauración incesante, que es lo mismo que decir quebranto perpetuo.

Nada más ilusorio que lo idéntico. Nada equivale a otra cosa y ni siquiera es homologable a sí mismo. Cuenta Paul Cézanne que en él fue constante su apego de pintor a un único paisaje. Aseguraba -y lo demostró con sus telas- que la luz que lo envolvía, aun en las mismas horas de días sucesivos, nunca era igual, jamás inamovible o reiterada. Y era precisamente su transfiguración constante la que le permitía redescubrir ese paisaje como siempre inédito por detrás de su apariencia estable. Así, la previsibilidad cedía y lo que parecía rutinario no tardaba en probar que no lo era.

Confieso que no sabría vivir sin los numerosos compromisos que tengo en la semana. Jamás dicté a desgano las clases de cada día ni viajé por el país a disgusto para dar mis conferencias. Pero tampoco podría hacerlo con el placer con que lo hago sin mis horas igualmente semanales de repliegue poco menos que monástico en las que escribo y leo o me entrego a la música que me emociona.

¡Paradójica disciplina la de los días que armonizan lo que quiere la voluntad con lo que no se aviene a ningún cauce e irrumpe arbitrariamente en hallazgos súbitos, tan inesperados, arduos y venturosos como reacios a toda domesticación!

Sé, por lo demás, que muchas vidas consumen sus horas en convivencias forzadas e ingratas y en silencios sin fecundidad; en soledades no buscadas sino padecidas y de las que intentan liberarse como sea. Vidas desdichadas en las que puede no faltar el pan y hasta abundar pero que están privadas de alegría, de encuentros luminosos o de la emoción agradecida de vivir.

Basta viajar en un vagón de subte, en Londres o Buenos Aires, para reconocerlas. Llevan estampada en los ojos la íntima desorientación de los tristes; la desolación sembrada por una rutina sin intensidades que sepulta el sentido de los días. Allí lo diario es condena, resignación que convierte en piedra el corazón de sus víctimas.

Hay, por último, una rutina a la que nuestro país se ha mostrado apegado. Y que lo ha conducido al fracaso político.

Durante varias décadas, la Argentina desconoció la rutina del estancamiento y la reiteración de sus males pasados. Fueron años de crecimiento porque lo fueron de aprendizaje y aptitud para la innovación. Hace mucho que ya no es así, mucho que la Argentina se convirtió en un país previsible, en el peor sentido de la palabra. Cerrada a los desafíos del desarrollo. Congelada en su ineptitud para reorientar su marcha. Incapaz de capitalizar sus desaciertos. Desaciertos de toda índole: el impuesto por su pésima práctica política. Por la corrupción sin freno. Por el envilecimiento más y más hondo de su educación. Por su justicia mancillada. Por su atrofia estatal invicta. Por su pobreza incesante. En suma: por el fracaso convertido en rutina en tanto órdenes como los que han hecho de nosotros un país decadente.

No obstante, errores históricos como los que nos han precipitado en la desgracia no son irreversibles. Pero superarlos exige la práctica sostenida de otra rutina que la que condujo a ellos. Así como el mal se incuba largamente antes de irrumpir en forma terminal, de igual modo los aciertos políticos que redimen a una nación deben empezar por ser incipientes, parciales y esporádicos para luego pasar a ser abarcadores, sostenidos e interdependientes.

¿Lo son ya entre nosotros? ¿Hay ya una semilla sembrada apta para quebrar la atroz monotonía del fracaso y la corrupción? ¿Quién puede jurarlo? ¿Quién puede renunciar a creerlo si aspira a que la democracia republicana sea entre nosotros, alguna vez, una sana costumbre?

© La Nación

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