martes, 25 de junio de 2019

Partitocracia

Por Juan Manuel De Prada
Las resacas electorales siempre nos traen, como una marea de detritos, los ‘pactos’ y ‘alianzas’ de los partidos para formar gobiernos ‘estables’ (o sea, gobiernos que garanticen la estabilidad a quienes pactan). Y, con la atomización del mapa político, estos ‘pactos’ y ‘alianzas’ post-electorales alcanzan cotas de chalaneo difícilmente superables, tan descaradas y sórdidas que hasta la gente con más tragaderas siente que su idolatría partitocrática se tambalea. «¡Yo no voté a Fulanito para que ahora forme gobierno con Menganito!», se quejan amargamente algunos. ¡Qué espectáculo de conmovedora ingenuidad!

En sus Notas para la supresión de los partidos políticos, la filósofa francesa Simone Weil nos enseña que «nunca hemos conocido nada que se asemeje, ni de lejos, a una democracia. En lo que nombramos con ese nombre, el pueblo no ha tenido nunca la ocasión ni los medios de expresar un parecer sobre un problema cualquiera de la vida pública; y todo lo que escapa a los intereses particulares se deja para las pasiones colectivas, a las que se alimenta sistemática y oficialmente». De hecho, ¿qué son los partidos políticos, sino máquinas confeccionadas para atender intereses particulares (los de quienes los integran y los de sus patrocinadores), a la vez que exaltan pasiones sectarias y divergentes entre sus adeptos? Estas pasiones divergentes no se neutralizan entre sí –prosigue Simone Weil—, sino que «chocan entre sí con un ruido verdaderamente infernal que hace imposible que se oiga, ni por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad». Los partidos políticos no tienen otro fin sino su propio crecimiento; y, para lograrlo, fanatizan a sus adeptos, haciéndoles creer cínicamente que dan voz a sus quejas y anhelos, enarbolando causas de apariencia noble. Todo ello con el objetivo de «matar en las almas el sentido de la verdad y la justicia».

Para lograr este fin, los partidos dejan huérfana de representación política a la sociedad, prohibiendo el mandato imperativo de los electores; y, a cambio, consagran una parodia de representación fundada en el mandato imperativo de los líderes de cada partido, que hacen con los votos de sus adeptos lo que se les antoja. Se afirma grotescamente que la soberanía «reside en el pueblo»; pero luego resulta que ese presunto soberano… ¡tiene prohibido dar instrucciones a sus representantes, tiene prohibido exigir el cumplimiento de sus promesas electorales, tienen prohibido revocar el poder que les otorgaron! ¿Qué mierda de ‘soberanía’ es esa? La dura realidad es que los partidos políticos disponen de sus votantes como si fueran siervos, mientras la sociedad política es suplantada por una ‘opinión pública’ artificiosamente creada por los medios de comunicación (con sus hijas tontas, las encuestas demoscópicas), que moldean a su antojo la agenda política, siempre según el dictado plutocrático. Se trata de la más monstruosa usurpación de poderes que uno imaginarse pueda: nuestros diputados pueden pavonearse de que no son mandatarios ni delegados; pueden presumir de no recibir instrucciones de sus votantes; pueden pasarse las promesas electorales por salva sea la parte; pueden utilizar el poder que les otorgaron sus votantes para hacer exactamente lo contrario de lo que sus votantes les demandaban o exigían. ¡Y a este contubernio los ilusos lo llaman democracia!

La representación política, en los regímenes partitocráticos, ha dejado de fundarse en un mandato para convertirse, simple y llanamente, en una usurpación. Y toda posibilidad de influencia sobre el gobierno se reduce a una elección periódica, atendiendo a un programa que los candidatos no tienen obligación alguna de cumplir. Los partidos políticos que mediatizan la representación del pueblo lo hacen como el tutor de un niño o de un disminuido mental al que no tiene sentido alguno consultar. En las elecciones nos ofrecen listas cerradas que no cabe alterar; y la victoria les otorga libertad absoluta para dirigir nuestras vidas en la dirección que les pete, sin más límite que el que ellos mismos, magnánimamente, quieran imponerse. No habrá democracia mientras no se recupere la representación como mandato; es decir, mientras el candidato elegido no tenga que responder ante los votantes de su circunscripción, sin disciplina partidaria. Hasta entonces seguiremos disfrutando de los primores de la partitocracia, un régimen de alternancia de oligarquías que –como no podía ser de otra manera– pactan entre sí lo que les conviene, seguras de que sus adeptos terminarán aceptándolo, pues para entonces ya han matado en sus almas el sentido de la verdad y la justicia.

© XLSemanal

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