lunes, 3 de junio de 2019

Los enemigos que no lo son

Por Javier Marías
Hace algo de tiempo, Puigdemont, Torra o uno de los suyos, tanto da, expresó con claridad este sentimiento, con estas o parecidas palabras: “El Estado español es el enemigo”. (Y puede que dijera “España” en esta ocasión.) Se armó un poco de escándalo, efímero como son hoy los escándalos, y me suena que el autor de la frase, o alguien cercano, trató de matizar con la boca pequeña: “Queremos mucho a los españoles, hablamos también castellano, etc”.

La primera manifestación es desde luego la que ha prevalecido, y no es raro oírla de nuevo en labios de otros dirigentes secesionistas o de sus paniaguados de radio y televisión. Pese al momentáneo escándalo, tengo la impresión de que casi nadie se tomó en serio la declaración, o —mejor— no se la tomó al pie de la letra. A estas alturas, sin embargo, no cabe duda de que se quiso decir lo que se dijo. Los independentistas tratan no sólo a España, sino a la parte mayor de Cataluña que no comulga con ellos, como a enemigos. Cuando hay una guerra, para los combatientes todo vale. Se dejan de lado las reglas, las leyes, la verdad, los miramientos; la palabra que se da a ese enemigo carece de valor y el que la da no se siente vinculado a ella; es más, considera su deber patriótico engañar por cualquier medio, tender trampas, utilizar argucias, falsear los hechos, negar lo evidente con desfachatez, incumplir los pactos acordados, ser sibilino y taimado, asegurar que ofrece diálogo e ir a parlamentar con un puñal oculto, aprovecharse de la ingenuidad ajena para sacar ventaja y herir mejor. Todo está permitido: la mentira constante, el infundio, la amenaza, el chantaje, la calumnia, la fabricación de pruebas falsas, la absoluta manipulación.

Cuanto he enumerado lleva dándose ya mucho tiempo en el “bando” secesionista. Orquestadas campañas de desprestigio, demonización del “Estado español”, vetos y zancadillas a políticos que no son de su cuerda, presentación del país como falsa democracia cuando no como régimen franquista, negación de la independencia de su justicia, acusaciones de “opresor”, de “castigar las ideas” y abolir la libertad de expresión, comparaciones con la Turquía totalitaria de Erdogan a la que tanto se asemeja, curiosamente, el proyecto de República Catalana concebido y parcialmente ejecutado por ese “bando”. Lo único que por fortuna falta es la guerra propiamente dicha, y espero que nunca se le ocurra a nadie iniciarla. Pero, en todo lo demás, España y más de la mitad de los catalanes son tratados como enemigos. Contra ellos todo es aceptable.

Cuando alguien te declara enemigo suyo y te tiene por tal, lo más frecuente es que ese alguien pase a serlo tuyo también. Pero ¿qué sucede si uno no quiere abrir hostilidades contra quien se las ha abierto? Es raro, y aun así se da, y creo que se da en este caso. Con las muchas excepciones que se quieran, ni España ni los españoles consideran a Cataluña “enemiga”, ni siquiera a la porción que les ha puesto la proa. Tal vez por eso hay todavía políticos o Gobiernos que se acercan con buenas intenciones y ánimo conciliador a quienes no tienen la menor voluntad de conciliación. Si yo no siento animadversión hacia quien me la profesa, me cuesta mucho jugar sucio contra él, hacerlo objeto de mis difamaciones, dañarlo a ultranza, con métodos lícitos o no. No es sólo que no desee asimilarme a él; es que “no me sale” mostrarle la misma inquina que me muestra él a mí. Es infrecuente, ya digo, pero no pocos de ustedes habrán vivido situaciones así en el ámbito personal (en los divorcios surgen súbitos y desenfrenados odios). Yo sí, a buen seguro. He tenido casos de malevolencia mutua, en los cuales mi enemigo me torpedeaba y yo hacía otro tanto con él. No obstante, en otros, el enemigo me ha hostigado con encono y tesón y yo no he respondido de igual forma. Porque había habido una vieja amistad; porque veía a la otra parte más débil; porque la aversión era sorprendente e inmotivada e incomprensible; por lo que fuera. El aborrecimiento era unilateral. Y si se trataba de un antiguo amigo tornado enemigo, dejé de favorecerlo, claro; pero no me afané en perjudicarlo.

Lo habitual es que la beligerancia de uno engendre la del otro, antes o después. Que el segundo estalle por hartazgo, por orgullo o por encabronamiento bien provocado. Pero si no es así y se aguanta el chaparrón, y no se responde con las mismas armas, ¿qué hacer? Yo me aparté, me alejé, me puse a tiro lo menos posible. Eso no es factible en lo que se refiere a la Cataluña hostil: no lo es alejarse de los propios conciudadanos, hacer oídos sordos a sus belicosos representantes oficiales y tirar adelante sin aquéllos. Tampoco es deseable. Sólo cabe asumir con tristeza que, aunque alguien no sea tu enemigo, tú sí lo eres de él, y que por tanto él carecerá de escrúpulos hacia ti. Sabiéndolo, hay que dialogar o simular el diálogo, sin hacer concesiones para contentar o aplacar, y exigiendo contrapartidas inmediatas y concretas. Y esperar con paciencia a que amainen sus tormentas de acero, hasta que un día por fin escampe, por la fuerza de las urnas o por agotamiento.

© El País Semanal

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