lunes, 10 de junio de 2019

Congreso o guardería

Por Javier Marías
Hablé hace ya años de la fragilidad actual —de la pusilanimidad, de hecho— de muchos estudiantes universitarios estadounidenses. Algunos lectores quizá recuerden que exigen que sus centros sean “espacios seguros”, es decir, en los que las opiniones contrarias a sus creencias y convicciones no los “perturben” ni “desasosieguen” y sean acalladas. Han cercenado la libertad de expresión —no digamos de debate— hasta límites dictatoriales.

A veces se impide que un invitado dé una conferencia si su persona les es ingrata o prevén que sus ideas los van a “alterar”. Hay jóvenes que se salen de un seminario, lloriqueando, si un compañero manifiesta una postura que los “ofende” y “trastorna”. A menudo deciden qué libros y qué temas se pueden abordar en un curso y cuáles no, y, dado que los alumnos se comportan como “clientes” por los altísimos precios que sus familias pagan, a los profesores no les queda otra que tragar y plegarse. Lo que solía llamarse “libertad de cátedra” está muy seriamente amenazado. Los claustros ceden cada vez más a los caprichos y a la intolerancia de estos estudiantes mimados, débiles, que se descomponen y quiebran por cualquier cosa. Están hechos de porcelana y no deberían ir a la Universidad, por tanto, que siempre ha sido lugar para la confrontación de ideas: en los regímenes autoritarios, incluso, con un grado de libertad del que el resto de la sociedad carecía, la prensa no digamos. Si los claustros complacen a los jóvenes déspotas es en parte por amilanamiento y cobardía y en parte porque también están formados por profesores y burócratas que son igual de hipersensibles e histéricos.

Todo esto indica una infantilización impropia. Estos universitarios —¡universitarios!— no han salido ni están dispuestos a salir de su niñez sobreprotegida. Y se sabe que los niños, si se les da pie y se les permite, tienen una tendencia natural a ser tiránicos; a que se haga su voluntad sin excepciones. Lo último que he leído al respecto es que algunos colleges han creado, a petición de estos clientes de guarderías, “cry rooms” y “pet rooms”, esto es, cuartos a los que retirarse a llorar y cuartos con mascotas, para que los alumnos se acerquen a acariciar conejos, perros, gatos y no sé si cerdos y se calmen en su compañía. Ignoro si son alquilados o si son los de los estudiantes, que se los llevan a clase o a los aledaños. Es seguro, en todo caso, que de ellos no saldrán opiniones indeseadas. Curioso que estos universitarios busquen conversación con seres irracionales. Creerán que pensar es abyecto, una contrariedad y una anomalía.

Dada la aceptación creciente y mundial de puerilidades, me parece que esta iniciativa debería ser adoptada por nuestros Congreso y Senado, y que sus señorías gocen de la oportunidad de irse a echar unas lágrimas o a abrazar a unos hámsteres, y de paso a unos peluches. La sesión de acatamiento de la Constitución resultó tan ridícula que sin duda sus señorías toman el Parlamento por un kindergarten. Lejos de los dramatismos de Casado y Rivera, que en las variopintas fórmulas de juramento o promesa vieron “ultrajes” y “humillaciones” sin cuento, lo que se contempló fue un espectáculo digno de impúberes. Me sorprendió que los nuevos Presidentes, Batet y Cruz, no puntualizaran a la primera: “No se les pregunta por sus fobias, filias y aspiraciones. Sólo si prometen o juran acatar y defender la Constitución. Por favor, limítense a eso. Por qué o por quién lo hacen, es superfluo”. Hubo fórmulas contradictorias, como “Con lealtad al mandato del 1 de octubre”, fecha de un referéndum-farsa ilegal que se utilizó para atentar contra la Constitución. ¿Cuál de esas dos cosas iban a defender, si son incompatibles? Otro individuo improvisó: “Por los nuevos tiempos republicanos, prometo”. Es dueño de sus deseos, pero, según la Constitución, que yo sepa, España es de momento una monarquía parlamentaria, que a la vez prometió defender e intentar minar o derrocar. Es lo de menos. La sarta de infantilismos y bravatas fue de opereta. “Por España”, como si hubiera cabido jurar por Francia o Alemania. “Por la democracia”, como si sus señorías no estuvieran en sus escaños gracias a ella y a un sufragio transparente y limpio, no impugnado por nadie, y no fuera el enésimo desde hace más de cuarenta años. Hubo diputados franquistas que se dedicaron a golpear violentamente sus pupitres (sí, pupitres) como si fueran reventadores en un estreno teatral decimonónico. Otros vestían camisetas con lemas, por fuerza simplezas (“Por la salvación del planeta”). Todo muy ameno y pintoresco, no me quejo. A un hermano mío lo decepcionó tan sólo que los políticos presos no se presentaran a la sesión disfrazados con trajes y gorritos a rayas blancas y negras y con un pie encadenado a una bola, como los presidiarios de los antiguos tebeos y de las películas sureñas. En fin, no se puede tener todo. Pero insisto en serio: vista la mentalidad infantiloide de bastantes señorías, solicito urgentemente que el Congreso habilite una habitación para soltar lágrimas y otra bien provista de animalillos, para que los diputados se desahoguen a gusto, refieran sus anhelos y cuitas a los conejos y a los cochinillos, y cumplan después con sus obligaciones. Sobriamente y al grano, si es posible. 

© El País Semanal

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