miércoles, 13 de marzo de 2019

Mujeres

Por Manuel Vicent
Aquella mañana de domingo en la iglesia de un poblado de Fionia, Dinamarca, la mujer resplandecía en el altar vestida con sotana, roquete y estola. Unos campesinos muy trajeados, con la Biblia abierta en sus manos, entonaban salmos de profetas mientras la sacerdotisa manejaba los instrumentos del oficio sagrado con perfecto dominio. La mujer celebró la misa, impartió la palabra, dio la comunión y al final bendijo las cabezas humilladas de todos los fieles, varones y hembras. Nada extraordinario por otra parte.

Desde 1948 la Iglesia protestante de Dinamarca ha abierto a las mujeres el acceso al sacerdocio y ellas ahora ocupan ese cargo con una dignidad que entronca con la antigua práctica de las vestales vikingas.

La mujer es una médium natural, puesto que todos hemos llegado a este mundo atravesando su cuerpo. No obstante, la jerarquía católica no ha logrado sacudirse de encima la profunda neurosis que siente frente a la mujer, hasta el punto de erradicarle el sexo a la madre de Dios.

El feminismo se debate contra el muro insalvable del machismo de la Iglesia católica, que se nutre todavía de la cultura patriarcal del Antiguo Testamento y a su vez la represión del sexo por el celibato ha convertido al sacerdocio católico en un albañal de pederastia.

Una ley del silencio mafioso protege a delincuentes eclesiásticos que sin excluir a cardenales, obispos y abades se han comportado como lobos depredadores de miles de niños durante décadas ante el silencio atenazado de los fieles. Nada de esta infamia cambiará mientras la Iglesia católica no acepte que el sexo es un impulso limpio y natural bajo toda clase de pantalones y faldas.

La Iglesia solo podrá recuperar la vida cuando los templos se llenen de sacerdotisas. Por cierto, aquella vestal danesa se había pagado los estudios de teología haciendo un elegante striptease en una sala de fiestas.

© El País (España)

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