domingo, 3 de febrero de 2019

Entre el error y el terror, algo más que una letra

Por Santiago Kovadloff
El diciembre inusualmente calmo que hace un par de meses dejamos atrás fue, en muy buena parte, un aporte de Cristina Fernández de Kirchner. La contención de su rispidez habitual, su decisión de no dejarse ver ni oír como quien es ni de legitimar en ese momento a sus seguidores más exaltados traen a la memoria los artilugios del lobo proverbial: presentarse como abuela tierna ante Caperucita Roja y no desnudar su propósito hasta la hora final.

Por debajo de las previsibles promesas de campaña que una vez más florecerán en primavera y del despliegue festivo e irremediable de cálidos abrazos, profusión de besos y sonrisas, que sembrarán los competidores de esa hora, late y latirá la indócil realidad. Y, con ella, urgencias dramáticas. Más aún en un país como el nuestro, que, en tantas cosas, evoca los tumbos de El barco ebrio, de Arthur Rimbaud.

Con su habitual sensatez, Jesús Rodríguez recordó en días recientes que "el capitalismo es alérgico a la incertidumbre. En democracia, la previsibilidad y las reglas de juego deben ser provistas por acuerdos que superen los horizontes temporales de los mandatos de los gobernantes". Es decir, se trata de ir hacia las tareas del presente desde consensos programáticos que alienten la estabilidad futura.

¿Serán posibles? ¿Sabrá preponderar, en este año decisivo, la confluencia necesaria sobre la disidencia usual? ¿Quiénes tendrán el coraje de buscar el encuentro donde hasta hoy dominó la división? ¿O seguiremos haciendo del país un hueso disputado por la perrada?

Si los cómputos de la próxima elección presidencial favorecieran la opción de quienes, sin acordar en todo, se mostraron capaces de buscar consensos en defensa del sistema, habrá tenido lugar un cambio cultural más que auspicioso, tanto en la clase política como en la sociedad. Con él, por lo demás y en lo que hace al oficialismo, se hará oír la exigencia de profundizar la línea de acción del Gobierno. Es que, de ganar, Cambiemos deberá afianzar la credibilidad de su gestión donde hasta ahora no lo ha hecho.

Habrá entonces, por un lado, evidencia de la conformidad con lo bien cumplido hasta aquí, que no solo no es poco, sino fundamental: el federalismo dejó de ser una ausencia crónica. Ya contamos con una Justicia que empieza a operar a fondo. Ya nos encaminamos hacia instituciones menos debilitadas y con logros de infraestructura que solo la insensatez o el fanatismo pueden subestimar. Pero, a la vez, hay y habrá mayor demanda de eficiencia en razón de lo adeudado. Y menos tiempo para demostrar que se sabe cómo proceder. Habrá que encaminar la economía sin más vueltas; restaurar nuestra moneda, ese símbolo elocuente de nuestra fragilidad. Habrá que hacer de la educación el centro de un proyecto de desarrollo sostenido. De la cultura, una herramienta para la construcción de civismo. Habrá que atenuar más y más la desigualdad si se quiere a la población convertida en ciudadanía. Habrá que terminar con la instrumentación política de la pobreza, capitalizada hasta hoy por la demagogia y el narcotráfico. Habrá por fin que dejar de homologar el entusiasmo indispensable que debe caracterizar a toda gestión política con la inconsistente alegría de quienes confunden la necesidad de un mensaje convincente con una terapia de rehabilitación.

El desafío es mayúsculo. Tarea de varias décadas. De gobiernos sucesivos capaces de atenerse a políticas de Estado compartidas. Pero mientras la política sea entendida como un ejercicio de autosuficiencia no habrá margen para programas de acción de esta índole. La conquista del poder seguirá desatando, como siempre, una guerra de facciones. Por eso, dejar atrás el maniqueísmo alguna vez será el logro político más alto de la Argentina contemporánea.

Hay una reflexión reciente de Eduardo van der Kooy que impone una pregunta. Dice él: "Macri ganó [las elecciones de 2015] con una construcción electoral paciente que se alimentó del hastío y el rechazo que la expresidenta concretó en amplias franjas de la sociedad". ¿Volverá a ser así en 2019? No solo así. Contribuirá en gran medida a que así sea el hecho de que Cristina Fernández de Kirchner sigue siendo idéntica a sí misma y por eso tan poco confiable donde importa preservar el respeto por la libertad y asentar la intendencia de la ley. El Gobierno, a su vez, demostró aptitud para avanzar en el afianzamiento de una y otra. Y en lo que hace a la seguridad, también, por mucho que falte a este respecto.

Hay por lo demás en la Argentina corporaciones que han logrado combatir con éxito el fortalecimiento de la democracia pues en él vieron un mal negocio. Siempre les ha ido bien donde ella no prosperó. Por eso, lo que aún a los tropezones el Gobierno anda buscando no las atrae. Más aún: las preocupa y prefieren que las aguas vuelvan a correr por su cauce tradicional. No necesariamente son golpistas. Son conservadores de la peor calaña. Y entre sus integrantes se cuentan no solo sindicalistas y políticos, sino también empresarios, gente poderosa que no encuentra los ideales democráticos congruentes con sus propios intereses.

Si volviera a ganar las elecciones el actual presidente de la Nación, tendrá que mostrarse capaz de rehabilitar expectativas que él mismo despertó y frustró.

En el caso de la expresidenta, lo pendiente es de otra índole. Nada adeuda a quienes la siguen, a no ser la radicalización de lo que ya se hizo. El error, asegura ella, es ajeno a su labor de gobierno. Entre el error y el terror, dicen en cambio quienes la prefieren definitivamente lejos del poder, hay algo más que una letra de diferencia.

No se trata, pues, de disidencias lógicas entre quienes aspiran a vivir dentro un mismo sistema político. El torneo electoral del próximo octubre será una pugna entre dos concepciones de lo político. Entre dos modos de concebir la política que son incompatibles entre sí. Entre dos ideales de ciudadanía. Entre dos argentinas posibles.

El futuro de la exmandataria y de buena parte de su elenco de dirigentes de ayer y de hoy depende enteramente del fracaso de Cambiemos. Obstruirlo en todo lo que emprenda y, en especial, en lo que hace a la Justicia y a su política económica es, para todos ellos, fundamental.

¿Y el peronismo? Viejo zorro en el arte de ganar a cualquier precio, hoy se deja ver desorientado. Husmea, tantea, especula. Cada uno de sus fragmentos se sueña totalidad. Se quiere alternativa y no actor de reparto. Oscila entre la urgencia que podría desembocar en el mero rejunte y la segmentación que acaso solo sirva para promover una diáspora mayor. El desenlace de esta obra, sin embargo, parece reducirse a la intervención de dos figuras estelares. Entre ellas, dicho sea de paso, habrá de todo menos interlocución.

En tal caso, la disputa por el poder seguirá dos direcciones. Una es la de aquellos que buscan volver a imponer el pasado y profundizar su arraigo. La segunda, la de quienes aspiran a probar que es posible otro futuro que el de la restauración de lo sucedido. Aún es temprano para discernir cuál será la resolución de esta disyuntiva. Pero no lo es para saber qué riesgos vale la pena correr y cuáles no.

© La Nación

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