viernes, 15 de febrero de 2019

Cuando el amor es una fiesta

Por Martín Caparrós
Dime qué celebras y te diré quién eres. O, por lo menos, qué eres, a qué cultura perteneces, con qué modelos quieres identificarte. Las festividades siempre sirvieron para eso: crean identidad, producen tribu. Por eso los que inventaron religiones se inventaron que tal día tal dios había hecho tal cosa que había que celebrar o lamentar, y mandaban a todos los fieles a la calle o al templo o al abismo para sentirse juntos, partes de lo mismo. La religión —cualquier religión— se soldaba en sus fiestas.

Lo mismo hicieron, tiempo después, estas religiones contemporáneas que llamamos patrias. No hay patria que no se pague cuatro o cinco festivos al año para ensalzar sus mitos fundadores: el día en que un grupito dio un golpe de Estado e inventó el país, el día en que murió un general que había matado suficientes enemigos, el día en que los grandes ancestros mataron suficientes. Cada patria tiene las suyas —como cada religión las tiene— y le sirven para diferenciarse, reunirse con los propios y separarse de los otros, reafirmarse.

Pero estos tiempos de globalización globalizan también —están globalizando— las fiestas. Primero fue la Navidad. Era más fácil: en casi todos esos sitios ya se celebraba, así que solo se trataba de cambiar el modo. Poco a poco la mayoría de los ritos fueron siendo reemplazados por el modelo estadounidense: el árbol, pelotas en el árbol, zoquetes en el árbol, un mensajero obeso de ropa roja y barba blanca con regalos.

Después, más complicada, vino Halloween. Aunque era, también, más marginal: esa fiesta rara, mezcla de carnaval, pordioseo y aquelarre, nunca tuvo pretensión general y siempre se limitó a los niños y algunos que querían parecerlo. Su negocio, además, es relativo: unas máscaras, harapos recién hechos, calabazas huecas.

San Valentín es otra cosa. Aunque comparte con las anteriores una cuna: los Estados Unidos de América. Ya ningún otro país, ninguna otra cultura exporta sus fiestas al mundo mundial; ninguno tiene el poder marketinero suficiente.

San Valentín es reciente, el penúltimo éxito de la cultura estadounidense. Su mito de origen es católico apostólico y romano, y viene de aquellos años en que aquellos creyentes creían tanto que se hacían matar por sus creencias. Alguien podría postular que el gran cambio en una religión sucede cuando sus fieles dejan de querer morir por ella para querer matar por ella. Suele pasar cuando una religión termina de volverse institución, instrumento de poder: se convence de que su dios justifica que mate y lo usa para eso.

Pero el cristianismo todavía no era así en el año 270, cuando un cura Valentín desafiaba a un emperador —que había prohibido las bodas— y casaba parejas. Lo descubrieron, detuvieron, torturaron y decapitaron; tiempo después el mismo imperio lo aceptó como santo y se volvió el patrono de los enamorados. Pero nadie le hizo mucho caso hasta que, a fines del siglo XVIII, con el desarrollo de imprentas y correos, los novios ingleses empezaron a mandarse tarjetas con corazones y lacitos y cupidos. Estados Unidos retomó la costumbre; hacia 1840, una chica de Worcester, Massachusetts, Esther Howland, se lanzó a producir en la imprenta de su padre esas tarjetas. Se hizo rica, y, diez años después, una revista yanqui se jactaba de que San Valentín ya era una fiesta nacional.

Desde entonces, el invento de un día para celebrar a los enamorados no dejó de crecer en los países anglos; solo lleva unos años en el resto del mundo. El negocio, dicen, es redondo: los enamorados necesitan asegurarse, impresionarse mutuamente y, si la costumbre está establecida, es difícil negarse a ofrecerle al otro un regalo, una comida bien regada, un viajecito incontinente. Todo sea para celebrar —y salvaguardar— el amor.

Que necesita, claramente, ser salvaguardado: hay pocas cosas más inverosímiles. Es, para empezar, inverosímil que una persona que a uno le interese se interese por uno. Es, para seguir, inverosímil que ese interés —o cualquier otra cosa— dure. Es, para seguir más, inverosímil que a partir de ese interés dos tomen decisiones que involucran tan variados aspectos de su vida. Es, para terminar, inverosímil que tanto se sostenga en algo que puede naufragar en cualquier momento por cualquier interferencia, cualquier malentendido. El amor es zozobra, oscilación, incertidumbre. Es razonable que ese día en que muchos simulan que es todo lo contrario —ese día en que por un momento lo imaginan sólido, duradero— se haya convertido en un rito mundial.

Porque el amor es necesario. En las últimas décadas se ha vuelto casi indispensable para sostener la especie: esa idea curiosa de que debe intervenir en la reproducción se ha difundido por el mundo y ya solo se le resisten unos pocos —la mitad de los indios, por ejemplo, algunos chinos y vecinos varios—.

Y es, además, el rito de pasaje en un mundo donde se terminaron los ritos de pasaje. Durante milenios, las culturas marcaron con un hecho o una ceremonia el paso de la infancia a la adultez: la primera caza, la primera regla, el servicio militar, el baile de largo. Ya casi no hay, más allá del amor: ahora el enamoramiento —los ritos supuestos del amor— es la prueba de que una niña o niño han dejado de serlo; por eso, entre otras cosas, se los ve tan ansiosos por probarlo. Que haya un día para celebrarlo como se debe facilita las cosas.

Digo: como se debe. El amor puede ser de tantos modos, pero San Valentín consagra uno de sus modelos, el más ñoño, de romance joven, a ser posible hetero, champán, babita y velas. Al festejar San Valentín reproducimos la ilusión de ese formato, proclamamos que ese es el bueno y que, si acaso no lo concretamos, el problema no es del formato sino nuestro.

Porque el amor es, por supuesto, un deber ser contemporáneo: el deber ser contemporáneo. Hay pocas cosas más obligatorias que el amor: quien no lo tiene viene a ser alguien que no supo o no pudo, un ser fallido. El que no puede festejar San Valentín ha fracasado.

Así que sirve para tanto y, sobre todo: para el noble fin de convencer a millones de que es un día para gastos. Pero a quién le importan unos pesos cuando está enamorado, y quién que pueda estarlo no va a festejarlo. El chantaje San Valentín funciona a tope. Y yo también te quiero, mi amor, pero qué tonta.

 Posdata: San Valentín es la penúltima, pero la máquina de vender fiestas nunca se detiene. La última se llama Black Friday —Viernes Negro— y celebra el consumo sin disfraces, sin papás noeles ni reyes magos ni cumpleaños ni sandeces: el consumo por el consumo mismo. En el último lustro se ha difundido a buena parte del planeta y ya tiene, por supuesto, sus mitos fundadores. Falta todavía para que empecemos a conmemorarlo, pero su mártir ya existe. Se llamaba Jdimytai Damour, tenía 34 años, medía casi dos metros y pesaba 120 kilos, era negro. Otro día contaremos su historia.

© The New York Times

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