miércoles, 31 de octubre de 2018

Ampliación infinita del pecado original

Por Javier Marías
Por edad y por país, fui educado en el catolicismo, y uno de mis primeros recelos, siendo aún niño, me lo trajo el disparatado e injusto concepto de “pecado original”, por el que todo recién nacido debía purificarse mediante el bautismo. Si no me equivoco, las consecuencias de no recibirlo no eran baladíes. Al niño “manchado”, si moría, le estaba vedado el cielo, y en el mejor de los casos acabaría en el limbo, lugar que siempre me pareció ameno y que no sé por qué decidió abolir un Papa contemporáneo.

Por supuesto los “infieles” y paganos, por su falta de bautismo, tampoco podían acceder al paraíso. Así que ese “pecado original” era grave, y se cargaba con él por el mero hecho de haber nacido. Como ya casi nadie sabe nada, convendrá aclarar en qué consistía: era el de nuestros primeros padres según la Biblia, Adán y Eva, que ­desobedecieron (la serpiente, la manzana, el mordisco, confío en que eso aún se conozca popularmente, aunque la ignorancia crece sin freno en nuestros tiempos). Me parecía una locura digna de miserables decidir que una criatura apenas viva, que no había podido hacer mal a nadie —ni siquiera de pensamiento—, estuviera ya contaminada por pertenecer a una especie cuyos antepasados más remotos habían “pecado” a los ojos de un Dios severo.

Hoy la gente sigue bautizando a sus vástagos, pero la mayoría no tiene ni idea de por qué lo hace ni le da la menor importancia: en las crónicas sociales y en las televisiones el bautismo es siempre llamado “bautizo”, es decir, la celebración ha sustituido al sacramento, que de hecho está olvidado por absurdo y anacrónico. Y sin embargo, paradójicamente, el mundo entero —más o menos laico o agnóstico— ha abrazado ese dogma cristiano con un fervor incomprensible y funestos resultados. Se buscan y señalan sin cesar culpables que no han hecho nada personalmente, contraviniendo la creencia, más justa y más democrática, de que uno sólo es responsable de sus propios actos. Ha habido bastantes años durante los que a nadie se le ocurría acusar a Pradera o a Sánchez Ferlosio, por poner ejemplos cercanos, de ser, respectivamente, nieto de un notorio carlista e hijo de un falangista conspicuo. Estábamos todos de acuerdo en que los crímenes o lacras de los bisabuelos no nos atañían ni condenaban, y en que sólo respondíamos de nuestras trayectorias.

Escribí un artículo parecido a este hace más de veinte años (“Vengan agravios”), y lo que rebatía entonces no ha hecho más que incrementarse y magnificarse. No es ya que se exija continuamente que naciones e instituciones “pidan perdón” por las atrocidades cometidas por compatriotas de otros siglos o por antediluvianos miembros con los que nada tienen que ver los actuales, sino que hemos entrado en una época en la que casi todo el mundo es culpable por su raza, su sexo, su clase social, su nacionalidad o su religión, es decir, justamente por los factores por los que nadie debe ser discriminado, según las constituciones más progresistas. La noción de “pecado original”, lejos de abandonarse, se ha enseñoreado de las conciencias. Si usted es blanco, ya nace con un buen pecado; si además es varón, lleva dos a la espalda; si europeo, y por tanto de un país que en algún momento de su historia fue colonialista, apúntese tres; si nace en el seno de una familia burguesa, será culpable de explotaciones pretéritas; si encima lo inscriben en una religión monoteísta (todas violentas y opresoras), usted está todavía en la cuna, acostumbrándose al planeta al que lo han arrojado, y la culpa ya se le ha quintuplicado. Claro que, si es chino, cargará con las matanzas de tibetanos hacia 1950, por no remontarse más lejos. Si japonés, habrá de pedir perdón precisamente a los chinos, por las barbaridades de sus soldados en la Segunda Guerra Mundial. Si su ascendencia es criolla, le aguarda más arrepentimiento que a cualquier conquistador de América. Y si es musulmán, no olvidemos que la yihad bélica se inició en el siglo VII, con carnicerías y sojuzgamientos. No creo, en suma, que nadie se libre de las tropelías de sus ancestros, sobre todo si las responsabilidades se extienden hasta el comienzo de los tiempos. Pocos pueblos no han invadido, asesinado, conquistado y esclavizado. (Por otra parte, pedir perdón por lo que otros hicieron resulta tan arrogante y pretencioso como atribuirse sus hazañas y méritos, cuando los hubo.)

De manera que en el soliviantado mundo actual la gente se pasa la vida acusando al individuo más justo, apacible y benéfico de pertenecer a una raza, un sexo, un país, una religión o una clase social determinados y con mala fama. El triunfo del “pecado original” es tan mayúscu­lo, en contra de lo razonable, que hoy no es raro oír o leer: “Ante tal o cual situación, se nos debería caer a todos la cara de vergüenza”. Cada vez que me encuentro esta fórmula, me dan ganas de espetarle al imbécil virtuoso que nos quiere incluir en su saco: “A mí déjeme en paz y no me culpe de lo que no he hecho ni propiciado. Hable usted por sí mismo, y haga el favor de no mezclarme en sus ridículas vergüenzas hereditarias”. 

© El País Semanal

0 comments :

Publicar un comentario