lunes, 20 de agosto de 2018

Una vez la literatura salvó una vida

Por Guillermo Piro
Hay un momento en Sábado, de Ian McEwan, imposible de olvidar (lo que no es lo mismo que inolvidable: algo imposible de olvidar es algo que quiere ser olvidado y no se puede). Unos hombres invaden la casa del protagonista, toman a la familia entera como rehén y uno de ellos obliga a Daisy, la hija del protagonista, a desnudarse –momento en que sus padres descubren que está embarazada de cuatro meses.

El psicópata está dispuesto a violar a Daisy, pero antes de eso quiere que le lea una de sus poesías. Pero la astuta Daisy le recita “Dover Beach”, de Matthew Arnold, lo que conmueve hasta tal punto al agresor que le hace olvidar sus planes y le pide al protagonista –neurocirujano– que lo ilustre sobre los últimos descubrimientos para la cura de un mal que lo aqueja.

Cansados de insistir en la inutilidad de la literatura causa sorpresa enfrentarse a esos raros momentos en que la literatura parece servir para algo. El caso de Sábado es particularmente llamativo, no solo porque se trata de una de las peores novelas de McEwan (y tiene varias), sino porque nadie, llegado a esa escena, deja de sentir que de algún modo lo están estafando, como cuando se descubre que un cantante en vivo está haciendo playback, o que el yogur que acaba de comprar está vencido. Y sin embargo, hubo veces en que la literatura verdaderamente tuvo utilidad en el mundo real –olvidemos a McEwan.

Se trata de un misterio que podía haber sido resuelto solo por Agatha Christie. Hablo en serio. En junio de 1977 la escritora, que había muerto un año antes, contribuyó a la solución de un caso médico particular, salvando la vida de una niña de un año y medio. Y lo hizo a través de un libro que había escrito en 1961, El misterio de Pale Horse.

La historia, relatada entonces por el New York Times, fue más o menos así. Una niña de un año y medio proveniente de Qatar presentaba síntomas extraños de una enfermedad desconocida. Los médicos londinenses del hospital de Hammersmith no sabían qué hacer. La presión sanguínea seguía creciendo, la respiración de la niña era cada vez más dificultosa y todo parecía encaminarse a una muerte segura. ¿Qué hacer?

La solución la proporcionó un policial de Agatha Christie. Durante uno de los controles matutinos, una enfermera, Marsha Maitland, ferviente lectora de novelas policiales, tuvo una inspiración. Según su hipótesis, la niña podía estar envenenada con talio, un metal grisáceo, maleable, parecido al estaño, y muy venenoso –en la tabla periódica de los elementos su símbolo es Tl y su número atómico es 81. La idea le vino leyendo El misterio de Pale Horse, donde se describen de manera muy minuciosa los síntomas del envenenamiento con talio. Y los síntomas eran los mismos que presentaba la pequeña paciente.

Los médicos, desesperados, decidieron aceptar la hipótesis de la enfermera. Hicieron ciertas pruebas con ayuda de Scotland Yard, que en aquella época eran los únicos que poseían los instrumentos necesarios para verificar una intoxicación de ese tipo – el talio era y sigue siendo un material rarísimo–, y los resultados fueron positivos. La niña qatarí recibió el tratamiento apropiado y fue salvada. Gracias a una enfermera con el vicio de la lectura y una novela policial escrita dieciséis años antes.

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