sábado, 18 de agosto de 2018

Cambio de idea

Por Roberto García
La memoria o los archivos recuerdan que el peronismo, en tiempos de Fernando de la Rúa, consideraba un abuso la investigación del fiscal Stornelli sobre Carlos Menem. Solo una voz de esa agrupación, sin embargo, marcaba una disidencia desde el escenario y repetía con desprecio a su partido que era necesario dejar en paz a la Justicia para que combatiera la corrupción.

Obvio, esa primera vocalista de la decencia declamada era Cristina Fernández de Kirchner (su marido, entonces, se mostraba más recatado). Hoy, el mismo Stornelli, incluso después de haber transitado un período como funcionario bonaerense de Daniel Scioli, vuelve a convertirse desde una fiscalía en el eje de robustas imputaciones contra la corruptela del gobierno anterior. Claro que Cristina no es la misma de antes, ni habla, se refugia atrás de Menem en el Senado invocando fueros de otra época, y apenas una fracción de peronistas se queja por los abusos procesales de la Justicia en la causa que ella encabeza como jefa de una asociación ilícita.

Paradojas de la historia política. Lo que empezó como la revolución de los choferes adquiere todos los días una dimensión tentacular inesperada, y por condicionalidades del derecho –por ejemplo, mitigar la condena si un culpable arrepentido denuncia a un superior– ya cercó a la ex mandataria desde diversos flancos.

Pero también, gracias a los vericuetos del derecho ella se protege con la figura de los fueros, la inmunidad del arresto, privilegio de la realeza en otros tiempos y que en el siglo pasado también se reconoce en una deliciosa anécdota que protagonizó un militar, el coronel Carlos Fuero (un par de calles llevan su nombre). Fue durante la Revolución mexicana, cuando estaba a cargo de una guarnición y de un prisionero, el general Severo del Castillo, quien sería ejecutado al día siguiente. Esa noche previa, el general le pidió a Fuero que permitiera la visita de un cura y un notario para confesarse y realizar su testamento. El entonces coronel republicano modificó el pedido: hizo que el general condenado dejara la celda, fuese a realizar sus trámites en la ciudad, y él ocupó su lugar como prisionero a ser fusilado si el otro no regresaba. Volvió el general a la mañana para ser fusilado y, descubierto el episodio, el coronel quedó a punto de ser sancionado, apartado de la fuerza. Sin embargo, al enterarse del hecho, Benito Juárez indultó al condenado general, impidió cualquier procedimiento militar contra Fuero y su apellido se convirtió en un privilegio jurídico basado en la palabra de honor.

Hoy, claro, los fueros representan un costado distinto de la política que poco tiene que ver con el honor. Este miércoles, debido a la repulsa social amenazante de canibalismo, el Senado –oficialistas y opositores, ambos en la misma comparsa– quizás modifique su actitud preservativa de la última semana sobre las viviendas de la viuda de Kirchner y permita el allanamiento. El principio de un proceso más amplio, que puede convertir a los senadores, luego, en ciudadanos comunes, libres de fueros, convertidos ahora en canonjías.

Este gigantismo confesional sobre la obra pública en tiempos de los Kirchner, un Hulk judicial imprevisible, parece el sinfín de Escher. Interminable, creciente. Sin embargo, en menos de veinte días esta causa relámpago acumuló suficiente y cualitativa prueba que ahora tanto Stornelli como Bonadio deben pensar en trasladar a una etapa posterior, al juicio oral por un tribunal superior. Además, estiman que el dúo –más el fiscal Rívolo– ya tiene todo lo necesario para justificar la asociación ilícita, podría abrir la instrucción complementaria, eventualmente quedarse con alguna causa residual y , de acuerdo con otras instancias, acelerar trámites para iniciar un juicio oral y público con Cristina como epicentro antes de este fin de año. Siempre que se alineen los planetas, claro. Demorarse en esta decisión hasta podría comprometer la instrucción con atrasos y ocultamientos. No lo ignoran estos protagonistas, aunque también los seduce el engolosinamiento casi morboso por descubrir y aceptar testimonios del inédito fraude kirchnerista, una montaña de lodo.

Sobre la ex presidenta han caído flechazos envenenados, irreparables, cargos nuevos, con nombre y apellido: de Wagner a Abal Medina, de Chediack a Uberti, sin olvidar a Romero ni a algún financista u otro ex banquero, compañero de De Vido, funcional a la administración Kirchner y Macri, que ayer comenzaron a declarar.

Sálvese quien pueda. Montos, bolsos, traslados, aviones, certezas y pruebas, aunque permanece ignorado, gran parte del destino final del dinero, sean sospechadas bóvedas, entierros, ductos y hasta viajes marítimos en buques de pesca españoles desde el sur. Infinidad de versiones. Les queda a los magistrados emprolijar este devastador volumen informativo sobre la ex presidenta, desplegar otras acciones acusatorias, y quizás la convocatoria a iniciales “arrepentidos” que en apariencia engatusaron a la Justicia afirmando que pagaban “poquito” por obras faraónicas concedidas, en bolsitas de papel, no sustanciales coimas o sobornos, como se empiezan a comprobar por otros testimonios de sus colegas.

Ya aclaró un profesor de Derecho cordobés, de Isolux, cuando señaló que mencionó “aportes” como un eufemismo de “coimas”. No es el único de la banda de constructores que se inicia en las distinciones semánticas. Al parecer, en ese ejercicio también son expertos, pobres víctimas de un sistema perverso –según ellos– que los obligó a prostituirse para poder trabajar y darles trabajo a los argentinos. Por suerte, deben entender, la Justicia no les demandará castigos económicos por lo que se llevaron en la compensación por el pago de sobornos, como ocurrió con Odebrecht en Brasil; solo los afecta cierta vergüenza social por la concurrencia al juicio sin fecha, pero cercano, en el cual Cristina puede declarar persecución y violencia de género. Como si ella no hubiese reparado, siquiera, en el nauseabundo olor a humedad que desprendían los billetes amontonados a pesar de ser termosellados por una máquina que un hombre del rubro le había regalado a Néstor.

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