lunes, 23 de julio de 2018

Meditación en torno a un gorila

Por Manuel Vicent
Por el otoño de 1944 comenzó a construirse el cine en el pueblo. A media mañana, el maestro de la escuela nos llevaba de recreo a las afueras en fila de dos y yo iba cogido de la mano del niño que era mi mejor amigo. Juntos veíamos a los obreros encaramados en un andamio y después a los pintores que le daban una capa de color crema a la fachada.

Seguíamos al día el lento proceso de las obras de la misma forma que se va construyendo un sueño, el altillo donde iría el proyector, el patio de butacas en ligera pendiente, el escenario bajo la pantalla, todo iba tomando realidad fuera ya de la imaginación, y aunque el cura decía que el cine era un invento del diablo, eso no hacía sino excitarme aun más. Por Navidad, el nombre del cine en grandes letras romanas dentro de una orla acabó de completarse. Se llamaría Cine Rialto y en su pantalla, muy pronto, comenzarían a cabalgar, a disparar, a bailar, a besarse los héroes que veía en los pasquines y en los prospectos de mano.

Como en la primera secuencia de la película Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, hace unos días recibí una llamada de un familiar del pueblo para decirme que aquel niño del que iba cogido de la mano en fila de dos cuando pasábamos frente al Cine Rialto, aquel niño que luego sería panadero, al que ayudaba a amasar pan de madrugada durante las vacaciones, con el que de chavales en su moto Lambretta íbamos a la playa y a las verbenas de verano por los pueblos, aquel niño que me fue fiel siempre con su amistad incondicional, aquel niño que se llamaba Sebastianito Ballester, había muerto. A lo largo de la vida, cuando hace muchos años que uno ha abandonado el pueblo, se producen unas llamadas que te golpean el corazón. Un día te dicen: "¿Te acuerdas de Totó, aquel que llevaba la máquina en la cabina del cine? Ha muerto". O tal vez el que ha muerto es el maestro de escuela que te enseñó la ortografía o aquel entrañable tonto del pueblo que tanto te quería y te saludaba con aspavientos al cruzarse contigo en la calle.

Tenía nueve años cuando mi padre, después de rezar el rosario, permitió que fuera por primera vez al cine en compañía de aquel niño. Ponían la película El gorila, con Bela Lugosi. El espanto que me produjo aquel monstruo en la pantalla se ha diluido en la memoria; en cambio me perdura con toda intensidad el pánico que al salir del cine a medianoche mi amigo comenzó a correr, gritando que el gorila nos perseguía. Al perderlo de vista me quedé solo en un oscuro callejón, paralizado bajo la luna llena que creaba la sombra siniestra de un gorila a mi espalda. El terror de aquella noche de invierno aún lo conservo muy vivo.

A partir de entonces, a lo largo de la vida, he deconstruido ese terror con la experiencia frente a tres gorilas de carne y hueso. En 1964, en el zoo de San Diego de California, a la hora de cerrar el parque, cuando todos los visitantes ya lo habían abandonado, me vi solo sin ningún guardián alrededor ante la jaula de un gorila agarrado a los barrotes. Me quedé unos minutos ante ese animal cuya mirada me sobrecogió porque trasportaba un pensamiento que creí entender. Ambos nos miramos hasta el fondo de los ojos y el gorila parece que quería decirme: te conozco desde aquella noche de invierno y sé lo que te pasa. Ningún psicólogo argentino me había hablado así.

Muchos años después, en 1994, acabada la matanza entre hutus y tutsis ruandeses con un millón de muertos, en el aeropuerto de Kigali había quedado en pie un gorila disecado en cuyo cuerpo acribillado conté hasta veintitantos impactos de bala, pero el animal tótem del país permanecía aún en pie entre los restos de la urna destrozada por el tiroteo, como símbolo de la crueldad de los humanos.

Hace poco, durante un viaje a la selva de los Virunga, en Ruanda, nuestro guía nos llevó después de una hora de camino a ver una familia de gorilas. Eran 17 ejemplares bajo la autoridad de un macho alfa que al ver nuestra pequeña expedición se golpeó el pecho en un alarde de dominio. Después sucedió un hecho insólito, según el guía. Una gorila se desprendió del grupo y al pasar por mi lado me dio con el dorso de la mano un toque en la entrepierna. Consulté este hecho con un psicólogo argentino, quien me dijo: "Tal vez deberías escribirle una carta de amor. En algún lugar del subconsciente encontrarás la respuesta".

Todo empezó a los nueve años una noche de invierno en el pueblo, cuando después de la película El gorila, en el Cine Rialto, vi con terror que mi amigo se alejaba corriendo en la oscuridad, aquel amigo de la infancia, que ha muerto.

© El País (España)

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