domingo, 29 de julio de 2018

Macri-militares: libertad vs. seguridad

Por Gustavo González
En el principio de los tiempos éramos de verdad libres. Libres de andar sin fronteras o de comer lo que la naturaleza nos provee. O libres para tomar lo que otro había cazado, si nuestra fuerza lo permitía. El sexo también era libre, en la medida que se tuviera el poder suficiente para ejercerlo.

La libertad de robar, violar y matar encontraba como único límite el propio o el que el otro pudiera imponer. 

Por eso ser fuerte era fundamental y, aun así, nadie estaba del todo seguro, porque los fuertes también duermen.

Era un mundo libre, pero muy inseguro.

La dicotomía entre libertad e inseguridad cruza a la humanidad. Probablemente la negociación entre ambos conceptos modeló desde el principio la vida diaria y, junto con la acumulación de bienes y las ambiciones personales, fueron la base sobre la que se construyeron los distintos sistemas económicos y políticos.  

Hobbes leía esa prehistoria como un estado de guerra entre personas a las que solo les interesa su propia supervivencia, concluyendo que lo que civiliza es un “poder común” que atemorice.

Duelo eterno. La libertad y la seguridad negocian entre sí desde siempre. La libertad de uno puede poner en peligro la seguridad de los demás. Y la inseguridad puede ser a tal punto un límite a la libertad, que es capaz de terminar con la vida.

Hombres y mujeres nacieron libres e inseguros. Fue el devenir civilizatorio el que nos puso ante el dilema de cómo sentirnos libres y, además, seguros.

La sociedad ya no acepta ceder libertad para lograr más seguridad. Quiere todo.

Bauman decía que de la forma en que se resolviera y administrara ese duelo, dependía en gran medida el futuro: “Para que la vida sea decente, no se puede vivir sin libertad ni tampoco sin seguridad. Pero es complicado tenerlas a la vez, porque ambas son, al mismo tiempo, complementarias e incompatibles. Es un equilibrio que cambia constantemente”.

Libertad y seguridad siempre convivieron en tensión y nunca existió una solución perfecta. ¿Ser libre para morir por una bicicleta a la vuelta de la esquina? ¿O vivir en una sociedad militarizada en la que nadie se atrevería ni a quedarse con lo ajeno ni a respirar libremente?

Esta semana, el anuncio presidencial de replantear el rol de las Fuerzas Armadas en torno a la seguridad, revivió aquel duelo atávico.

Con encuestas a mano, Macri entendió que a falta de garantizar que la economía mejore, quizás podría hacer algo por la otra gran preocupación nacional: la inseguridad.

La medida anula una modificación de la era K a la Ley de Defensa y permite enviar militares a la frontera. Estos ocuparán el lugar de gendarmes, que serán llevados a combatir la inseguridad a las zonas que más la sufren.

A pesar de que Macri repite que no quiere que los militares intervengan en la seguridad interior, la oposición agita ese fantasma.

Un fantasma razonable. La Argentina supo durante décadas qué significaba que los militares resolvieran las cosas. Había menos criminales, pero era el Estado militar el que asumía ese rol. Interpretaban a Hobbes en que en un estado de guerra, solo vale el garrote civilizador.

Que haya una motivación electoral en el oficialismo, no hace más que reflejar que 35 años después de la última dictadura, los argentinos gozamos de la libertad de pensar y decir lo que se nos ocurra, mientras tememos que alguien acuchille nuestra libertad y nuestra vida a la vuelta de una esquina.

La Argentina tiene el segundo menor índice de homicidios del continente. Inferior al de Uruguay, muy similar al de Estados Unidos, cinco veces mayor que el de países como Francia y España.

Son cerca de 4 mil personas asesinadas por año, unas 120 mil en tres décadas. Una cifra similar suman las violaciones. Notoriamente menos que los heridos en actos delictivos, que son unos 150 mil por año. En treinta años sumarían 4.500.000, muchos con lesiones permanentes. Solo para mencionar los delitos con secuelas físicas. Y solo los denunciados.

Debate mundial. Ya sea por el flagelo del delito común, del terrorismo internacional o de los ciberataques, los replanteos sobre la seguridad se repiten en el mundo. México, acosado por el narco, fue pionero en la intervención militar para combatirlo, sin grandes resultados. Desde finales del año pasado comenzó a debatir nuevos roles.

Con índices de muerte por delitos comunes menores a uno cada 100 mil habitantes, naciones como Francia y España vienen de promover cambios a sus Leyes de Defensa para luchar contra el terrorismo dentro de sus países. Las modificaciones fueron criticadas tanto por blandas como por vulnerar derechos. Por ejemplo, la norma firmada por Macron autoriza a cerrar lugares de culto sin orden judicial y a restringir los movimientos de los sospechosos. Macron la explicó como un “equilibrio entre libertad y seguridad”. Pero es evidente que “equilibrio” no es lo mismo para todos. Ni significa hoy lo mismo que ayer.

Orwellianos. Si un libro de ciencia ficción describía en los 70 una sociedad vigilada como la actual, solo se leería como otro de los futuros negros de Orwell.

Nosotros nos adaptamos a ser registrados por cámaras de seguridad, a que nuestros datos estén online y con fotos, a que el celular informe dónde estamos, o a que se sepa el contenido de nuestro correo.

Repensar roles y leyes puede servir, pero es el desarrollo el que le gana al delito.

Lo que a ningún escritor se le hubiera ocurrido es que serían los mismos ciudadanos los que autorizarían esa vigilancia y los que expondrían con entusiasmo toda su información personal.

Podría decirse que si las dictaduras hicieron lo que hicieron en la modernidad, sería aterrador imaginar lo que podrían hacer en la era posmo. Pero, por naturaleza, la liviandad posmoderna tornaría caricaturesco e inviable el absolutismo militarista.
   
Todo cambió mucho. Hoy la Bonaerense compite en poderío con el Ejército. Los submarinos que en Malvinas apenas emergían, ahora se hunden. Y ya no hay combustible para los aviones.

Tampoco el delito es el mismo. En 35 años explotó un nuevo sector social: la marginalidad. Lo que hasta los 80 era una categoría secundaria (el “lumpenaje”), reservada casi a enfermos psiquiátricos, fue creciendo junto a la droga y el narcotráfico. El incremento de la inseguridad y el de la marginalidad no se pueden tratar por separado.

El debate de esta semana en torno al decreto de Macri es entendible, pero no deja de parecer un chiste suponer que llevando a 600 o más gendarmes al Conurbano el problema de la inseguridad se solucionará.

La dirigencia debe leer con madurez la urgencia de una sociedad que paga con su vida por la inseguridad. Lo pagan en especial los que viven en zonas de Estado ausente y, como en el principio de los tiempos, el monopolio de la violencia es de los fuertes. En esos lugares, el problema no es si llega un uniformado, sino si se van los gendarmes y vuelven a quedarse solos.

El desarrollo. Con 35 años de democracia y un mundo que es otro, es razonable repensar el rol militar, de las fuerzas de seguridad y de la seguridad misma. Sabiendo que con las armas y las leyes solas no se resuelve el delito. Las estadísticas muestran que es el desarrollo la mejor estrategia para combatirlo. Es en los países pobres donde se concentran los delitos comunes: en 2017, 17 de los veinte países con más asesinatos fueron latinoamericanos. Todos son pobres.

No hay solución que no sea integral, que no pase por interpretar a la vez el problema socioeconómico de fondo y los paliativos de seguridad del mientras tanto.

Sin prejuicios, sin olvidar lo que pasó, sin la ingenuidad de creer que se trata de un gendarme más o un militar menos.

Es el déficit más importante que la Argentina debe resolver. Aunque no haya sido acordado con el FMI.

© Perfil.com

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