domingo, 29 de julio de 2018

Al establishment no lo espera un Menem, sino un Maduro

Por Jorge Fernández Díaz
Un consultor bilingüe que cobra por divulgar como ciertas leyendas urbanas de la política, por revelar conjuras que jamás suceden y por susurrar profecías que rara vez se cumplen, les viene asegurando en reuniones privadas a empresarios y gerentes que finalmente se verifica la cruda pero fatal sospecha: solo el peronismo puede gobernar la Argentina. Quedan así de alguna manera exculpados Macri y sus aliados, puesto que sus actuales impotencias solo formarían parte de una larga saga en la que frondizistas y radicales han tropezado siempre con la ingobernabilidad y con la frustración prematura.

Este viejo adagio resucitado, que tantas alegrías le trajo al caciquismo de Perón, encaja con los cíclicos tiempos de pesimismo e impaciencia, y tiene por propósito calmar con copas de cianuro la sed de los sedientos. En otras épocas, esa misma ansiedad, esa precipitación de muchos hombres de negocios se evacuaba en los mullidos sillones de los generales. Personas cosmopolitas, respetuosas del Estado de Derecho (en Europa) y habitués confesos del capitalismo, cavilaban por entonces que los argentinos no estábamos lo suficientemente maduros para la democracia y que aquí solo podía conducirnos un líder providencial con los testículos bien puestos y capaz de saltearse las reglas siempre lentas, débiles y consensuales de la república. El partido militar venía a solucionar entonces un país que "por las buenas" no tenía solución. Caída en desgracia esta vía nefasta, el peronismo fue ocupando progresivamente el lugar de los antiguos "salvadores de la patria": esa factoría de hombres fuertes y poco afectos a la prudencia. Exasperados por los respectivos calvarios de Alfonsín y la Alianza, los sedientos imploraban en el oído de los peronistas lo que muchas veces habían rogado en el casino de oficiales. Que venga con urgencia un macho alfa y apague el incendio, que por otra parte el propio "movimiento nacional" se había ocupado de prender y avivar con pesadas herencias, o con zancadillas antológicas y hostigamientos gremiales. Además -sostenían en voz baja los sedientos-, solo los venales saben lidiar con la mafia, curiosa teoría según la cual habría que llamar a Mussolini para terminar con el fascismo. Es así como el partido de Perón, destructor de las normas y apoyado por quienes decían adorarlas, fue investido consciente o inconscientemente como la bala de plata del sistema. Los resultados económicos y sociales muestran fríamente que ese soliloquio sin alternancias nos devastó. Pero algo de aquella fuerza invisible y gravitacional pervive en esta sociedad transgresora que en las malas propende a añorar el paternalismo de los transgresores. Para acabar repudiando, años después, sus peligrosos deslices y chapucerías.

Flota un cierto desencanto con Cambiemos, y un grupo exuda una especie de "nostalgia por Menem". Un segundo grupo de accionistas y gerentes, sin embargo, entiende las dificultades y mantiene la fe. Un tercero, critica con justicia la soberbia y el encapsulamiento de la mesa chica de Balcarce 50, aunque no ha dejado de remar con resignado sentido del deber. La novedad es que si la colonización peronista resulta un veneno, las renovadas chances de Cristina operan hoy como un antídoto eficaz. A tal punto que por primera vez el establishment recibe del mundo financiero global y de los gobiernos desarrollados señales de alarma: allí están más preocupados por el regreso del populismo autoritario que por la reducción del déficit fiscal. La ortodoxia se la pasó reclamando este ajuste homérico, que Macri iba programando gradualmente para dañar lo menos posible y para poder ganar comicios cruciales, y resulta que ahora los ortodoxos están alarmados ante la posibilidad de que la receta prescripta por ellos mismos haga naufragar a Cambiemos en las urnas y eso signifique el retorno de los radicalizados. ¿No es maravilloso? ¿No es tétrico, no es imbécil? Le llegaron a sugerir al Presidente que ejecute una reforma extrema, al costo de liquidar el futuro de su proyecto. La historia se lo reconocería. Le pedían que quemara las naves, sin importarles que se quemaran de paso el país y la coalición gobernante. Ese suicidio político -le insistían- era propio de supuestos "estadistas", pero en la realidad resultaba fabulosamente funcional al peronismo, que rezaba de rodillas para que Macri aceptara el consejo de sus "amigos". Si Cambiemos hubiera adoptado de entrada esa tesitura, es posible que ni siquiera hubiera llegado vivo a los compromisos de medio término, y que si por ventura los alcanzaba, fuera destrozado de manera irreductible; no es difícil imaginar lo que habría significado esa pérdida en combinación con la sequía, la caída de la soja, la suba del petróleo, el alza de tasas internacionales y la consecuente corrida del dólar. De Cambiemos solo quedaría, a esta altura, la foto de un helicóptero triste, solitario y final huyendo en la lontananza.

El miedo no es zonzo ni ciego, ni tiene motivaciones estrictamente ideológicas. Ya se sabe: así como billetera mata galán, miedo mata desencanto. La Pasionaria del Calafate sigue siendo la única figura competitiva del peronismo, y su modelo ya no es analizado meramente en retrospectiva puesto que incuba una vuelta de tuerca aún más drástica, en sintonía con la actitud de los otros ultranacionalismos de la región. Luis D'Elía es un personaje marginal, pero tiene la virtud de poner en palabras lo que late en ese colectivo, y resulta sintomático que sus anhelos violentos no hayan levantado enérgico repudio entre los dirigentes más presentables de sus propias filas. Quien calla, otorga. Pero, por otra parte, ¿cómo desacreditar al expiquetero y a la vez mantener la boca cerrada ante los asesinatos de Estado que se perpetran diariamente en Nicaragua y Venezuela? El kirchnerismo se siente primo hermano de esos autoritarismos, los observa con cierta admiración, es de hecho un cómplice perfecto, colabora con sus gobiernos, y resulta en consecuencia una gran ironía que ponga aquí el grito en el cielo con una tibia reforma militar respaldada por demócratas indiscutibles, y que apoye mientras tanto a regímenes militarizados que cometen crímenes de lesa humanidad reprimiendo al pueblo y a la oposición. La Internacional de los Fusiladores es la más grave amenaza que sufren hoy las pacíficas e imperfectas democracias latinoamericanas.

Al establishment no lo espera un Menem, sino un Maduro, y eso amansa un poco a las fieras. Si los financistas, en este particular contexto, llegaran a concluir que estamos viviendo un mero recreo entre dos populismos salvajes los flotadores se pincharían y la nación se hundiría en medio de una hecatombe. Algunos intelectuales pierden conciencia de lo que realmente sucede, y tienden a relativizar todos estos peligros. A pesar de las injurias, los hostigamientos y la persecución, muchos de ellos sienten en el fondo de su alma que contra el kirchnerismo estábamos mejor. Y en la adversidad quieren limpiarse la lepra del posible fracaso, y buscan una garita confortable desde donde seguir practicando su rebeldía testimonial. Muchos periodistas mantienen un sano espíritu crítico y un saludable instinto de investigación. Pero otros colegas, que recibían bajo la mesa dinero del justicialismo y a quienes no solo se les cortó el chorro, sino que además se les redujo la pauta publicitaria, se preguntan dos o tres veces al día por qué pensar en el país, si el país no piensa en ellos. Somos tan argentinos.

© La Nación

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