sábado, 28 de julio de 2018

Falsos apocalipsis

No se sabe hasta dónde llega la crisis, pero la realidad 
de la economía es menos tremenda.

Por Roberto García
Parece que la consigna periodística fuera decir lo contrario de lo que expresa el Gobierno. Durante casi tres años se intentaron vender desde la Casa Rosada pajaritos de colores, flores aromáticas, brotes verdes, el arte de vivir, sin considerar observaciones a cierto desatino económico. Se tildaba de energúmenos a los simples voluntarios del avistaje. Ahora, sucede al revés.

Mientras unos pocos advierten que en lugar de choque hubo un traspié brutal e innecesario, en vías de recuperación, la vocería oficial se muestra escéptica, cautelosa, prefiere jugar al pesimismo en vez de aplicar aquella terquedad optimista que ofrecía promesas falsas.

Le costó caro ese repertorio a la administración. Aun así, aquellos críticos de antaño son indeseables hoy cuando, a la inversa de la opinión gubernamental, delatan mejoras inesperadas en los mercados o calamidades que han sido evitadas.

Hace 15 días, en estas páginas de PERFIL, se conjeturaba que los desbordes económicos parecían controlados y que nadie del exterior, aun sin poner plata, podía suponer una escalada de la crisis antes del G20 en noviembre.  No se creía. Ahora, con más precisión, puede decirse que la catástrofe anunciada no se produjo, que la corrida cambiaria se contuvo y sin aterrizar en los bancos provocando una debacle, tampoco hubo default y el dólar jamás trepó a 32 como se había anticipado (permanece estable hace casi un mes en una breve franja, seguramente de corta duración).

Tampoco se desbarrancó la caída del empleo y las exportaciones, a pesar de la sequía, continúan en cierto nivel. Macri puede entonces dormir con menos sobresaltos, fantasear con la triple reelección (Nación, Capital y Provincia de Buenos Aires) e insistir en lo que llama el “camino correcto” por donde nunca anduvo. Alivio: también se disipó en parte esa recurrente pesadilla judicial, tan común a sus antecesores en los finales de mandato, de que un siniestro desenlace personal lo podía afectar si no se cortaba la gangrena de los idus financieros y el huracán del tipo de cambio. Escaldados tal vez,  los funcionarios se han vuelto medrosos en comparación al pasado, evitan recitar viajes al paraíso escriturado y hasta usan corbata más a menudo respetando a los interlocutores. Son símbolos atendibles por el temor de la paliza sufrida y debido a que aún resta descifrar el fantasma de la inflación y el peso de la deuda.

O, como sugiere un amigo, el Gobierno vive en delay –si así no fuera, no hubieran sido sorprendidos en la crisis–, igual que los medios proclives, tan beneficiados por la gestión, retardados para entender la inundación y, luego, los mecanismos probables para superarla. Llegan retrasados cuando ya empeoró y vuelven a retrasarse cuando empieza a mejorar. Y eso que se dedican a divulgar noticias.  

Destiempos. Igual que los políticos de la oposición, los que se hicieron rulos ante cualquier novedad adversa al Gobierno, proclamando candidatos a granel y, en el  kirchnerismo en particular, apareciendo figuras como D’Elía que en una exaltación trasnochada propuso la piadosa idea de fusilar a Macri en la Plaza de Mayo.

Nadie más agradecido con el fusilamiento que el aparato de prensa del Gobierno: nunca encontraron una asistencia tan favorable de un enemigo.

Y, se supone, a bajo costo. Teoría que sin duda debe compartir la ex mandataria, agravada por el dato de que D’Elía no figura entre sus preferidos. Ese delay contagioso, circulante, intoxicó al sindicalista Moyano, quien decidió volver al protagonismo y ocupar el cargo de su hijo Pablo como mastín de los Baskerville para ladrar contra el ego presidencial, olvidando que Macri nunca tolera esa ofensa (recordar que, al igual que Cristina, a empresarios o contertulios siempre se les reclama adhesión pública al Ejecutivo, misión que a pie juntillas y sin sonrojarse también cumplen todos los ministros cada vez que hablan).

Desafiante, la bestia negra que lanzaba fuego por la boca según Conan Doyle, con su propio ego a cuestas sostuvo que en el Gobierno lo odian porque frenó la reforma laboral y porque rompió la pauta salarial. Dos afirmaciones falsas, autocomplacientes, ya que la reforma nunca fue prioridad y el tope ya había sido quebrado por otros gremios.

Curioso: nunca habla de plata en estas declaraciones. Desplazar a su hijo, a Moyano le resultó fácil. Pero el nuevo rol familiar se traba en el resto de su circuito sectorial: no pudo destronar al triunvirato que preside la CGT para elevarse,  único en su lugar, creyendo que ese título nobiliario le podría endulzar la infinidad de causas judiciales que lo persiguen con amenaza de presidio.

Ni sus colegas lo acompañan en ese proceso, sean los gordos, Luis Barrionuevo u otros de pelaje semejante. Más bien se fastidian con esas pretensiones a pesar de que uno de los triunviros actúa como propio del camionero o vicario del Papa en la rama sindical (Schmid).

Tampoco logró asistencia para una protesta salvaje por la voluminosa multa que le impuso el Ministerio de Trabajo por violar una conciliación obligatoria, aunque todos saben que esas medidas se congelan en tribunales. Tanto que, en su momento, Moyano ya sorteó un castigo semejante e incobrable que le impuso Cristina de Kirchner. A la que está pensando en volver si la presión macrista se multiplica o si vislumbra que puede “ir en cana”, como él mismo dice, aunque jura que esa contingencia no lo altera. Hasta que suena el click de la puerta que lo encierra, claro.

Imágenes. Son muchas y variadas las fotografías de un país estancado. O en retroceso. No solo con delay. Oficialismo y oposición como sociedad, al revés del mundo, se salen del molde universal, en el que la mayoría de las naciones progresa (siempre habrá de mencionarse a Norbert Elias como uno de los divulgadores de esa tendencia evolucionista). Basta comparar los patéticos resultados en economía o educación de la Argentina para entender ese proceso decadente de los últimos 60 años. Si hasta en algo más pedestre, los hábitos de la audiencia, se reiteran conductas. Por ejemplo, el éxito de El Marginal, una serie de la TV local que parece una secuela escabrosa de violencia en villas y cárceles como ocurriera en el siglo pasado,  en el mismo Canal 7, cuando se novelaba y arrasaba el clima vandálico del luego derrumbado Albergue Warnes, con Alberto de Mendoza como protagonista.

Se repite temática, público, ambiente, hacinamiento, de aquel conjunto de edificios que no pudo convertirse en hospital y que sin luz, agua ni desagüe, llegó a tener más de 600 familias con almacén, peluquería y prostíbulo. Persiste el morbo en la pantalla, solo que ahora los contingentes de miseria han multiplicado extraordinariamente su número, no son una isla en un barrio, son algo más que un barrio, constituyen casi una ciudad. Y no parece casual lo que ocurre.

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