sábado, 9 de junio de 2018

Al menos una vez en la vida

Por Guillermo Piro
Hay cosas que no se eligen, como la sexualidad y el estado de ánimo, y eso es la desconfianza. A quien desconfía de algo es muy difícil hacerlo cambiar de parecer, por la sencilla razón de que por lo general nadie posee las suficientes pruebas de que esa desconfianza sea injustificada. Con quien desconfía de algo o alguien solo resta esperar a que cambie de parecer, porque todo intento será entendido como una razón más para acrecentar las sospechas.

Bien, desconfío mucho de los escritores que no han traducido al menos una obra, al menos una pequeña obra de otro autor que no sean ellos mismos. Probablemente se trata de una idea de autoafirmación personal, pero verdaderamente me cuesta tolerar a los autores que viven pendientes de su propia obra y no disponen ni de tiempo ni de deseos para dedicárselos a la de otro. Haciendo un breve repaso por la historia de la literatura, veo que los autores que me interesan fueron también traductores. No me refiero solo a las traducciones extensas que por ejemplo Arno Schmidt, Ennio Flaiano y Cortázar hicieron de Edgar Allan Poe, o Javier Marías de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy de Laurence Sterne, o a la que Cortázar (otra vez) hizo del Robinson Crusoe de Defoe, sino también a las casi brevísimas, a las traducciones gestuales, como la que Baricco hizo de un poema de César Vallejo, o Umberto Eco de la Silvia de Gérard de Nerval, o Calvino de Las flores azules de Raymond Queneau, o Handke de las nouvelles de Emmanuel Bove, o Thomas de Quincey de Ludvig Holberg, o Nabokov de Lewis Carroll, o Le Clézio del Chilam Balam, o Cabrera Infante de Joyce, o Ivan Turgenev de Cervantes, o Pavese de Melville, o Thomas Edward Lawrence de Homero. La lista naturalmente es larga y aburrida, pero revisarla genera una extraña inquietud: ¿qué llevó a estos sujetos, en determinado momento de sus vidas, a traducir un texto de otro? Conjeturas, conjeturas... Yo creo que la vergüenza, no ser vistos por la posteridad como esos seres implumes incapaces de ocuparse de otra cosa que de su obrita miserable.

Pero hay más. Tal vez traducir un libro (hablo de traducir uno, no de dedicarse a la traducción como un pobre modo de vida) signifique poner en la mesa de juego una carta alta y desconocida, una más alta que las ya conocidas por todos. ¿Que es necesario saber otra lengua? Sí, claro, más que necesario diría que es recomendable. ¿Y entonces? Y entonces solo queda elegir una y estudiarla. El traductor español Miguel Sáenz concluía el prólogo de los Poemas de Günter Grass rogando con insistencia al lector que aprendiese alemán para poder leer a creadores tan intraducibles como Grass. ¿Aprender alemán es complicado? Aprender a jugar al truco es complicado, aprender cualquier cosa es complicado, aprender es complicado. Incluso se puede traducir sin dominar del todo una lengua, ¿o se piensan que Baudelaire dominaba el inglés cuando tradujo a Poe, o que Octavio Paz sabía japonés cuando tradujo los haikus de Basho, o que Baricco mangia tanto de español como para traducir a Vallejo? Dedicarse a la obra de otro depara más alegría que dedicarse a la propia. Sobre todo si la del otro es mejor que la propia.

Se me dirá que mi teoría no funciona, porque ni Kafka, ni Rulfo, ni Joyce, ni Céline ni tantos otros tradujeron a nadie, pero yo diré que bueno, al menos son Kafka, Rulfo, Joyce y Céline. De donde resulta que cualquier escritor que no fuera capaz de alcanzar las cimas que tocaron Kafka, Rulfo, Joyce o Céline debería traducir algo al menos una vez en la vida. Para todo el resto de los escritores, no traducir es señal de una pequeñez imperdonable.

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