martes, 8 de mayo de 2018

¿La Academia del Óscar hizo justicia al expulsar a Polanski y Cosby?

La potencia de los movimientos feministas al romper con la normalidad de la violencia de género amplía la oportunidad para reflexionar sobre qué mundo queremos

Bill Cosby y Roman Polanski
Por Eliane Brum (*)

El acoso sexual, el abuso y la violación de mujeres empieza a dejar de ser un hecho natural y una contingencia de un destino femenino. El "funciona así" empieza a ya no funcionar así. El cambio solo se ha producido por la enorme fuerza que las mujeres han puesto en movimiento al empezar a hablar.

La conquista de campañas como #MeToo y Time's Up, casí como #MeuPrimeiroAssédio en Brasil o #MiPrimerAcoso en Latinoamérica, han derribado una idea de normalidad que sujeta a las mujeres desde hace milenios y se han convertido en una marca positiva de este momento histórico en que casi todo son tinieblas y retroceso. La violencia sexual no es una excepción, sino la regla, en la vida de las mujeres. El acoso, el abuso y la violación determinan y estructuran la experiencia de las mujeres con su cuerpo y con el otro. Incluso en el lenguaje, la palabra que nombra el sexo de las mujeres está rodeada de prohibición y repulsión. Ser mujer es ser un cuerpo que, de alguna forma, estaba (y para la mayoría de las mujeres todavía lo está) destinado a ser violado al vivir en este mundo.

Que esta violencia formadora y deformadora también del cuerpo social empiece a ser desnormalizada por la voz de las mujeres es un avance extraordinario. Exactamente por ello, es importante preguntar: ¿qué es justicia y qué mundo queremos?

La semana pasada, el cineasta polaco Roman Polanski y el comediante estadounidense Bill Cosby fueron expulsados de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, responsable del Óscar. Polanski, de 84 años, se declaró culpable de violar a una adolescente de 13 años en 1977. Hoy vive en Francia. Si vuelve a Estados Unidos, corre el riesgo de que lo detengan. Cosby, de 80 años, ha sido condenado por agresión sexual y puede cumplir hasta 30 años de prisión por drogar a una mujer y abusar de ella en 2004.

El poderoso productor Harvey Weinstein, de 66 años, ya había sido expulsado en octubre de 2017 tras ser acusado de acoso sexual por decenas de mujeres. Él sigue negando las acusaciones. La Academia del Óscar ha expulsado a cuatro integrantes a lo largo de toda su historia: tres de ellos en los últimos ocho meses, por violencia sexual contra las mujeres.

En un comunicado, la Academia afirmó: "La junta sigue impulsando los estándares éticos que requieren que los miembros mantengan los valores de la Academia de respeto a la dignidad humana". En diciembre de 2017, la Academia divulgó un "código de conducta" para combatir el acoso y la discriminación en el ambiente de trabajo, donde afirmaba: "No hay lugar en la Academia para los que abusan de su estatus, poder o influencia de una manera que viola los estándares reconocidos de decencia".

A simple vista, parece una conquista. Presionada por los movimientos de mujeres, la que encarna Hollywood tiene que moverse y romper con los estándares establecidos en los que el acoso sexual forma parte del funcionamiento del negocio denominado cine. La crítica más evidente es la que pregunta por qué se ha tardado tanto tiempo en expulsar a Polanski, si su crimen se conoce desde hace décadas. Y la respuesta más evidente es que es más fácil expulsar a alguien que está viejo y perdiendo poder en la industria.

En esta dirección, los dos octogenarios serían solo carnaza para distraer a los que reivindican un cambio real, o para cambiar sin cambiar nada. Entre las transformaciones imperativas están la equiparación salarial entre mujeres y hombres y la ampliación del número de mujeres en los cargos de poder. Y, con ellas, la equiparación salarial entre negras y blancas y la ampliación del número de mujeres negras en el poder. La lucha contra la desigualdad de género debe ser también la lucha contra la desigualdad racial, que estructura gran parte de las sociedades occidentales, una realidad explícita en países como Estados Unidos y Brasil.

Pero los juegos de poder son sinuosos. Y sus resultados no son solo buenos o solo malos. Lo que las nuevas generaciones de feministas han puesto en curso, a partir de las conquistas de generaciones de feministas anteriores, actúa. Es poderoso e importante. Ha obligado a los acomodados en posiciones solidificadas a reaccionar, y lo ha hecho en el corazón del poder. Es bastante. Y continúa.

A partir de lo que se mueve, finalmente con fuerza, ¿qué queremos? Creo que los hombres que violaron a mujeres tienen que responder por los crímenes que cometieron. Y para ello existe el rito legal. En este rito, los sospechosos no son automáticamente culpables. Los sospechosos se pueden denunciar, los denunciados pueden convertirse en acusados y los acusados pueden convertirse en culpables. Entre el sospechoso y el culpable tiene que haber amplio derecho de defensa.

Es legítimo afirmar que el proceso legal ha fallado a la hora de hacer justicia en lo que se refiere a la violencia contra las mujeres. De la misma forma que es legítimo afirmar que no solo el hecho de responsabilizar y castigar va a cambiar una distorsión estructural de la sociedad. Pero en este momento, es importante responsabilizar y castigar.

El fracaso del sistema legal como realizador de la justicia tiende una trampa de la que mujeres y hombres que respetan a las mujeres tienen que esforzarse por escapar. La escritora canadiense Margaret Atwood, autora del libro que dio origen a la serie feminista de televisión El cuento de la criada, ya había llamado la atención sobre este punto en un polémico artículo publicado en enero en el periódico The Globe and Mail. Cuando el sistema legal falla, la tentación de buscar justicia por caminos alternativos es grande. El linchamiento —tan frecuente en Brasil— es el acto extremo de un camino alternativo donde, al final, hay un cuerpo tendido en el suelo. Al final no hay justicia, sino venganza. Y muchas veces el cuerpo tendido en el suelo es inocente.

Aunque la desconfianza en el sistema legal sea grande, porque los hechos nos prueban que también reproduce desigualdades y perpetúa asimetrías, me parece que el mejor camino es luchar para mejorar el sistema legal. Aunque sea fallido —y que efectivamente falle, en general con las mujeres, los negros y los más pobres—, un rito que tiene en consideración el derecho de defensa es una conquista que hace más bien que mal a las sociedades que lo tienen.

Que el derecho de defensa no sea solo formal, sino efectivo, y que las desigualdades se combatan son avances urgentes para que la justicia se realice de hecho. Esta es una larga y ardua lucha que algunos traban en varios países. Y también es una lucha de los movimientos de las mujeres, como víctimas persistentes de una justicia que falla a la hora de hacer justicia.

Para las mujeres, la desconfianza en los ritos podría estar inscrita en su ADN, ya que miles fueron quemadas como brujas en la “Santa” Inquisición promovida por la Iglesia Católica. Otro motivo para luchar por la laicidad del Estado y por la rigurosa separación entre Estado y Religión, cuyos bordes se solapan en Brasil y en otros países. La justicia solo puede ser justicia si es laica.

Cuando la Academia del Óscar utiliza expresiones como "código de conducta" y "estándares de decencia", es inevitable que suene una sirena en nuestra cabeza. Por lo menos en la mía suena. Como muestran las experiencias históricas, al igual que el actual momento acelerado en el que vivimos, en nombre del bien se hace mucho mal.

"Código de conducta" y "estándares de decencia" son expresiones peligrosas, que han servido —y todavía sirven— para excluir y castigar a mujeres y miembros de la comunidad LGBT, entre otras minorías. Son expresiones paraguas, que pueden servir para castigar y excluir según los intereses del momento. Son expresiones que derivan del moralismo oportunista, y no de la ética. Hay que tener mucho cuidado cuando, en nombre del bien —combatir la violencia contra las mujeres—, los "clubs" empiezan a seleccionar sus miembros siguiendo estándares morales vagos, que en este momento pueden servir para atender a un interés específico y en otros momentos a intereses completamente diferentes. Los juegos de poder son arduos. Y exigen toda la atención.

En algunos de los reportajes sobre la expulsión publicados en diferentes periódicos, además de las fotos de Roman Polanski y Bill Cosby, estaba estampada también la foto de Woody Allen. Su hija adoptiva, Dylan Farrow, lo acusó de haber abusado de ella cuando tenía siete años. Poner una foto de Allen, de 82 años, indica la intención de los editores de insinuar que el director puede ser el próximo en sufrir el ostracismo. De momento, Allen no ha sido considerado culpable ni condenado por el sistema legal. Pero Dylan continúa denunciando a su padre y, tras los movimientos de #MeToo y Time's Up, su voz ha sido escuchada por actores y actrices de Hollywood, que se han manifestado diciendo: "Dylan Farrow, yo sí te creo".

Actrices y actores que trabajaron con Woody Allen donaron sus cachés tras el movimiento. Otros declararon que “se arrepentían” de haber trabajado algún día con el director. Hubo quien afirmara que aceptar formar parte de una película de Woody Allen, hasta hace poco un premio para cualquier actor, fue la decisión más desastrosa de su carrera. Sus películas, antes esperadas, empiezan a recibirse con frialdad. Un crítico de cine llegó a descalificar toda la vasta obra del cineasta con un único —y aparentemente definitivo— adjetivo: "misógina". Apartarse de Woody Allen como si tuviera una enfermedad contagiosa y fatal se ha convertido en la principal actividad de muchos que antes lo adulaban.

Creo que es fundamental escuchar a Dylan Farrow. Y me parece que la mejor declaración sería cambiar "creer" por "escuchar". "Dylan Farrow, yo sí te escucho". Escuchar es un verbo mucho más profundo, que abarca las complejidades de lo que se dice y va más allá de un veredicto sobre verdad o mentira. Creer implica adhesión. A veces se confunde con fe. Dudo que sea adhesión lo que las mujeres necesitan en este momento o en cualquier momento.

Escuchar a Dylan Farrow no significa considerar a Woody Allen culpable. Por mucho que tengamos nuestras opiniones, y también nuestras creencias, nuestro papel no es hacer de juez. La ciudadanía se activa luchando simultáneamente para que Dylan Farrow sea escuchada y para que Woody Allen tenga derecho a una defensa.

Es inmensamente importante que las mujeres afirmen públicamente la necesidad imperiosa de escuchar a Dylan. Y que Dylan sea escuchada por el sistema legal. Pero también es importante no confundir este movimiento de escuchar a Dylan con un movimiento de condenar automáticamente a Woody. No se juzga y condena a una persona, cualquier persona, por adhesión. No es por el número de voces en las redes sociales que se suman a una verdad, aunque esta parezca evidente, y aunque sea una verdad de la víctima, que se condena a otra persona. Es importante entender que no puede existir condena por el número de adhesiones en las redes sociales. Ni se puede confundir esta distorsión con justicia.

Roman Polanski se declaró culpable y Bill Cosby ya ha sido condenado. Estos hechos deberían justificar la expulsión de la Academia del Óscar. ¿O no?

Estoy en contra de la pena de muerte. Radicalmente en contra, incluso para crímenes considerados atroces. No creo que, como sociedad, tengamos el derecho de quitarle la vida a otro ser humano, aunque haya matado. Y también estoy en contra de matar subjetivamente a las personas, condenándolas al ostracismo, impidiéndoles crear o manifestarse, coartándoles la expresión, arrancándoles la posibilidad de ser.

No porque alguien haya sido considerado culpable y condenado por un crimen hay que impedirle que sea una persona. Es por eso que algunos luchan por los derechos de los presos, tan violados en Brasil y en tantas partes del mundo. Los derechos no son solo las garantías de un proceso legal, que cumpla la Constitución, sino también poder estudiar, trabajar, tener baños de sol, recibir visitas, mantener relaciones sexuales, etc. La privación de libertad es la pena máxima, y es terrible. No está previsto que la persona deje de vivir estando vivo.

El deseo de callar a las personas ha crecido y se ha multiplicado. Si solo son sospechosas de haber cometido un crimen, son muchos los que defienden que ya no pueden escribir, ni hacer cine, ni crear, ni dar clases, ni compartir el espacio público, ni trabajar, ni lo que sea que hagan. Ya no pueden hablar y, si lo hacen, no se les puede escuchar. A la práctica, lo que les empieza a suceder a determinados hombres poderosos es lo que les sucede cotidianamente a los más pobres, que cargan para siempre con el estigma de la condena, o de la prisión arbitraria cuando solo son sospechosos, que les impide reconstruir una vida que siempre estará marcada por esa experiencia, pero que no por ello no pueda aspirar a ser viva.

Si es justicia lo que reivindicamos, debemos luchar por ampliar la escucha, y no por determinar quién puede y quién no puede ser escuchado. Ningún silenciamiento es justo. Ni siquiera el de los criminales.

Hay varias maneras de silenciar a las personas. Expulsarlas del pequeño club cerrado del Óscar, que significa mucho en el mundo del cine convertido en negocio, está muy lejos de ser la más cruel de todas. Pero el hecho señala una tendencia que experiencias históricas muestran que puede ser peligrosa. Y que se puede desdoblar en otras, también peligrosas.

Una parte de los cineastas, escritores y artistas de diferentes momentos históricos no resistiría un "código de conducta". O los "estándares de decencia". ¿Eso significa que sus películas, libros, obras teatrales y de arte tienen que quemarse en una gran hoguera moralizadora? ¿Podemos afirmar que el mundo sería mejor sin la obra de Woody Allen y de Roman Polanski? Por ser uno sospechoso de un crimen, el otro culpable de un crimen, ¿no tienen nada que decir o lo que tienen que decir ya no debe ser escuchado? ¿Queremos vivir en un mundo así?

A quien comete una violencia contra una mujer se le debe investigar, juzgar y condenar. Sea quien sea. A quien comente una violencia contra cualquier persona se le debe investigar, juzgar y condenar. Sea quien sea. Pero eso no significa que se le deba impedir vivir estando vivo.

El hecho de que alguien como Polanski haya cometido un crimen contra una mujer y, a la vez, haya hecho películas que forman parte de nuestro imaginario sobre el mundo contemporáneo, obras que cuestionaron y siguen cuestionando temas cruciales de forma brillante, constituye parte de la experiencia humana que tenemos que acoger. Lo que no le exime de responder por su crimen.

Roman Polanski, como Bill Cosby y otros culpables de crímenes contra mujeres, famosos o no, poderosos o no, son eso, aquello y lo de más allá. Polanski es el hombre que vivió los horrores del Holocausto y perdió a su madre en una cámara de gas de Auschwitz. Es también el marido que perdió a su mujer, Sharon Tate, asesinada por miembros de la secta liderada por Charles Manson, cuando estaba embarazada de ocho meses de su primer hijo. Es el hombre que se declaró culpable de haber violado a una niña de 13 años. Es también el cineasta que hizo, entre otras, El bebé de Rosemary o La semilla del diabloChinatownLa muerte y la doncella¿Sabes quién viene? o Un dios salvaje y El pianista, película por la que ganó el Óscar al mejor director. Y Polanski seguramente tiene otras caras que desconocemos, porque no son públicas.

Las personas, todas las personas, son ambiguas, tienen matices, varias dimensiones. Silenciar las contradicciones del ser humano es negar lo humano. Y eso nunca ha funcionado.

Las mujeres, tantas veces llamadas putas, zorras, brujas, tantas veces condenadas socialmente y excluidas por ello, impedidas de expresarse, cohibidas en sus deseos, enclaustradas como locas, conocen mejor que nadie qué es la muerte en vida. La muerte por el ostracismo y por la exclusión. El peso de un linchamiento público. La invisibilidad incluso siendo visible. El vacío de ser condenada a no ser vista por el otro, por los otros. La voz que grita y que, aun así, no se escucha.

La experiencia de las mujeres de ser violadas de tantas maneras en este mundo, una de ellas por el silencio ante sus gritos, tiene que ayudarnos a querer justicia para los acosadores, abusadores y violadores, pero nunca jamás venganza. La venganza no nos merece.

En nuestra lucha, la de las mujeres y de los hombres que respetan a las mujeres, tenemos que encontrar caminos para ejercer el poder de presión sin contemporizar con un mundo que silencia a las personas. Este mundo que silencia a las personas lo crearon los hombres. Cuando funcionamos con esa lógica, fortalecemos aquello que transformó a las mujeres en víctimas. El mundo que crearemos juntos tiene que ser mejor.

(*) Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - O avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas.

Traducción: Meritxell Almarza

© El País (España)

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