lunes, 21 de mayo de 2018

El país entre la espada y la pared

Por James Neilson
Tiene razón Mauricio Macri cuando dice que “el Estado no puede gastar más de lo que tiene”. También la tiene cuando insiste en que no hay ninguna alternativa aceptable al “gradualismo”, o sea, de permitir que el Estado siga gastando mucho más de lo que tendrá en los años próximos con la esperanza de que, de un modo u otro, una marejada de dinero fresco llegue a tiempo para evitar una catástrofe.

Acaso sueña con un golpe de suerte parecido al boom de la soja y otras commodities que tanto benefició a Néstor Kirchner, pero en tal caso le convendría recordar que, antes de producirse aquel milagro, el país se había visto sometido a un ajuste extraordinariamente brutal que hizo factible una etapa no muy larga de crecimiento rápido con superávits gemelos que Cristina no pudo prolongar.

Desgraciadamente para el presidente Macri, la realidad política, es decir, lo que la gente está dispuesta a soportar, acaba de chocar contra la lamentable realidad económica como ha sucedido tantas veces en la aún breve historia nacional. Aunque la Argentina dista de ser el único país en que las expectativas populares se han alejado de las posibilidades genuinas, ya que algo similar está provocando tensiones crecientes en América del Norte y Europa, aquí la brecha es mucho mayor que en otras partes, motivo por el que el país siempre figura entre los favoritos para ganar el campeonato mundial de inflación. Es tan fuerte el deseo de los sectores dominantes de convencerse de que la sociedad está en condiciones de darse ciertos lujos que a menudo el país se asemeja a la rana de la fábula de Esopo que, para hacerse tan grande como un buey, se hinchó hasta tal punto que explotó.

Desde hace ochenta años o más, la clase política nacional se comporta como sí la Argentina fuera mucho más rica de lo que haría pensar la evidencia. Para convivir con la disparidad creciente entre las pretensiones en tal sentido de dicha clase y el país que efectivamente existe, sus líderes de turno han probado suerte con distintas fórmulas.

Una, la populista, se basa en dar a entender que el país está desempeñando un papel heroico en un gran drama cósmico e imaginar que la mejor forma de solucionar problemas concretos es organizar protestas callejeras multitudinarias. Por indignante que parezca a quienes prefieren cierta racionalidad, las fantasías confeccionadas por demagogos e ideólogos imaginativos pueden ayudar a hacer más tolerable la miseria en que viven millones de familias.

Otra fórmula, la que se ensaya cuando mucha gente llega a la conclusión de que desahogarse así sólo sirve para agravar todavía más la situación del país, consiste en tratar de convencer al mundo de que por fin los dirigentes políticos han sentado cabeza y que en adelante se esforzarán por respetar las reglas imperantes en los países avanzados. Apuestan a que estos, debidamente impresionados por el cambio así supuesto, darán al Gobierno relativamente cuerdo que acaba de reemplazar a otro populista toda la plata que necesita para perpetuar la ilusión de riqueza.

Es esta la opción elegida por Macri. A la luz de lo sucedido en las semanas últimas, parece cada vez más probable que sufra el destino de tantos otros intentos de “normalizar” el país sin violar los “derechos adquiridos” de quienes podrían ocasionarle dificultades. Reza para que el Fondo Monetario Internacional lo ayude en la misión imposible que ha emprendido. La mayoría no comparte el optimismo que tanto el Presidente como los integrantes más conspicuos de su equipo están procurando difundir. Sabe que pedirle algo al Fondo es una noticia muy mala.

Puede que la reacción pavloviana de muchos frente al regreso del Fondo se haya inspirado en la noción poco seria de que sea una institución congénitamente maligna cuyos técnicos anteponen los números a la gente, pero es comprensible que piensan así ya que la experiencia les ha enseñado que sólo aparece cuando el país se encuentra en graves apuros. Si bien por motivos prácticos quienes manejan el Fondo han aprendido que cometerían un error si pasaran por alto los factores políticos, saben que sería aún peor cohonestar estrategias que, andando el tiempo, tendrían consecuencias desastrosas.

No es culpa del FMI que, una vez más, la Argentina está pasando bajo las horcas caudinas. Tampoco lo es de Macri y, aunque el aporte de Cristina y sus socios a lo que está ocurriendo a más de dos años de su salida del poder ha sido enorme, sería escapista atribuir al gobierno kirchnerista toda la responsabilidad por la incapacidad del país para adaptarse a lo que ha sucedido en el mundo a partir de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Ya antes de aquella calamidad mundial, el país había comenzado a estructurarse de tal manera que no le sería dado aprovechar las oportunidades brindadas por el desarrollo, como hicieron tantos otros de cultura equiparable en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, o soslayar las trampas que se abrirían ante los tentados por el facilismo.

A esta altura, es evidente que el modelo al que el país se ha acostumbrado ha dejado de ser viable. Como hace poco nos recordó el senador peronista Miguel Ángel Pichetto, “acá hay 10 millones de personas que trabajan y 17 millones que cobran un cheque del Estado”. Entre aquellos 17 millones están 11 millones que reciben la Asignación Universal por Hijo. Es una locura, claro está, pero dejar de pagarles lo que muchos precisan para sobrevivir y todos ya toman por un derecho irrenunciable no podría sino desatar una tormenta social y humanitaria de proporciones muy peligrosas. También dinamitaría el proyecto oficial de seducir a los más pobres del conurbano bonaerense para que pueda prescindir del apoyo de la franja de la clase media que creía que Macri defendería sus intereses sectoriales y que, de sentirse agredida por los tarifazos y la inflación, estaría dispuesta a castigarlo votando por virtualmente cualquier alternativa. Puede entenderse, pues, la voluntad oficial de aferrarse al “gradualismo” –mejor dicho, al asistencialismo–, aun cuando no cuenten con los recursos necesarios.

No es ningún consuelo, pero a su modo la Argentina es un país pionero, porque muchos otros gobiernos se ven frente a los mismos dilemas. En Europa y Estados Unidos, están procurando reducir los costos de programas sociales que se instalaron cuando las circunstancias eran propicias pero que, en la actualidad, están resultando antieconómicas. Si bien los cambios demográficos han sido mucho menos negativos en la Argentina que en los países aún ricos que están envejeciendo a una velocidad alarmante, aquí también propende a ampliarse la diferencia entre una minoría menguante que está en condiciones de prosperar en el mundo feliz posibilitado por una serie de revoluciones tecnológicas y la mayoría que ha visto estancarse o disminuir sus ingresos.

Tal y como están las cosas, abundan los motivos para prever que el futuro de buena parte de la clase media norteamericana y europea se parezca mucho al presente de la argentina, de ahí la irrupción de Donald Trump en Estados Unidos y el auge de movimientos habitualmente calificados de derechistas, como la Liga italiana, en casi todos los países de Europa. No extrañaría, pues, que el eventual fracaso del “gradualismo” de Cambiemos provocara el reordenamiento del tablero político o que peronistas “racionales” como Pichetto y Juan Manuel Urtubey terminaran asumiendo posturas que, según la geometría ideológica convencional, los ubicaría bien a “la derecha” de Macri, ya que la alternativa sería resignarse a que el país se hundiera en el caos.

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