sábado, 28 de abril de 2018

Legislar sobre el aborto en la sociedad democrática

Por Julio María Sanguinetti (*)
El aborto es un fracaso. Toda relación sexual debería estar inspirada en el amor y producir, cuando así se lo desee, cuando así se lo busque, el fruto de la maternidad. La vida, sin embargo, es mucho más compleja y el embarazo puede ser el resultado de una relación circunstancial o simplemente de una maternidad no querida, sea por razones económicas, sociales, de prejuicio, hasta psicológicas. En esos casos, ¿hay que imponerle a la madre esa maternidad?

También el divorcio es el fracaso de un matrimonio. Pero ¿hay que resignarse a que una unión que ha perdido sentido, deba sostenerse formalmente y actúe como una prisión para esos cónyuges cuya voluntad común ha desaparecido?

Quien por razones éticas no acepta el aborto, no está obligado a practicarlo. Como quien cree que el matrimonio es indisoluble, no tiene por qué divorciarse aunque la ley lo autorice. Ese es el punto: la ley puede despenalizar, abrir una posibilidad para quien no encuentra otro mejor camino en la vida. No se trata de hacer la apología del aborto. A la inversa, una sana y clara educación sexual, la información sobre los métodos anticonceptivos hoy disponibles sin riesgo alguno permitirían que el fenómeno desapareciera. Desgraciadamente no es así, sea por razones de cultura o aun religiosas, que rechazan esos métodos anticonceptivos y agitando tabúes sobre la sexualidad, terminan fomentando la práctica abortiva clandestina, riesgosa para la salud de la mujer y particularmente penosa por el ambiente que la rodea.

El hecho es que, más allá de prohibiciones, legales o religiosas, el aborto existe. ¿Miramos para otro lado? ¿No asumimos que las mujeres más pobres y menos informadas quedan condenadas a una asistencia deficiente? Se trata de una situación siempre angustiosa, siempre psicológicamente severa. ¿Le añadimos la condenación penal, para agravar el sufrimiento?

La idea de que supone segar una vida no se sostiene cuando estamos ante embriones de menos de 12 semanas, que carecen de un mínimo de existencia neurológica, que es el factor hoy considerado también para establecer la muerte. Todo plazo, por cierto, es convencional, pero con uno tan exiguo se está ante el hecho científico incontrovertible de que no hay una persona autónoma. Hay una potencialidad de vida, pero no una vida. Como puede serlo un óvulo fecundado in vitro. Hay una semilla, pero no un fruto.

Por esa razón, la mayoría de los países occidentales han despenalizado el aborto. España lo autoriza hasta las 14 semanas en forma libre. El Reino Unidos lo hizo mucho antes y hasta las 24 semanas. En Alemania, en Francia desde la ley Weill y los Países Bajos, está despenalizado.

En el terreno moral, ha ido abriéndose paso, progresivamente, la dirección más liberal, que reconoce la voluntad de la mujer. Para los moralistas protestantes, en general, solo hay persona desde el nacimiento, "umbral decisivo" de la vida. Para el rector de la Gran Mezquita de París es lo mismo desde el ángulo musulmán. Entre los católicos predomina la actitud prohibitiva de la autoridad eclesiástica, pero también hay voces discrepantes, sustentadas en la teología, cuando nos encontramos con que nada menos que Santo Tomás de Aquino también sostenía que solo hay una persona humana al adquirir madurez el embrión.

En el plano jurídico, en general, las legislaciones civiles consideran que existe una persona, titular de derechos y obligaciones, luego del nacimiento. Es verdad que el Pacto de San José de Costa Rica establece que "en general" se procura la protección de la vida humana desde su concepción. Y está bien que así se diga, porque ese es el principio general, pero sin absolutismo, aceptando las excepciones que "en particular" se consideren sustentables. Por eso mismo, a renglón seguido, el Pacto reconoce la legítima defensa (que despenaliza el homicidio) y la jurisprudencia interamericana, interpretándolo, se ha negado a controvertir la legislación liberal en materia de aborto. Criterio que también predomina en Europa, como lo ha establecido la Corte de Casación de Francia, que rotundamente afirma que solo existe una persona cuando se ha producido el nacimiento y una primera respiración (sentencia del 25 de junio de 2003).

En un plano más amplio, no se puede dejar de atender el valor de persona de la mujer y su libre albedrío. No es un simple instrumento de reproducción. Si quedó embaraza contra su deseo, si siente que no tiene la posibilidad de una maternidad responsable, ¿ha de imponérsela,condenándola a ella y a su hijo a una existencia precaria? La maternidad es algo demasiado elevado, individual y socialmente, como para que se la reduzca a un acto de resignación, privándola de su ánimo sustancial, que es la alegría, el amor y la voluntad de procrear y criar.

Asumimos que es un tema complejo, que puede ser mirado desde muchos ángulos. Pero que ha de discutirse con respeto y serenidad. En Uruguay vivimos una larga tramitación legal, hasta que en 2012 se legalizó el aborto. Sus números no van más allá de lo que ya venía ocurriendo (unos 9000 al año), pero sin ninguna consecuencia fatal, porque el procedimiento es asumido por la autoridad pública, con las mayores garantías. Se ha aceptado incluso la excepción de conciencia para los médicos que no desean atender esos casos. De este modo, la ley reconoce una libertad y a nadie impone aquello que va contra sus convicciones. ¿No es esa la esencia de la sociedad democrática?

(*) Expresidente de Uruguay

© La Nación

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